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obedeciésemos, pues tal vez desde allí podríamos salir por la
ventana o una claraboya. Pero la ventana era muy estrecha, y
una trampilla que daba al desván estaba bien cerrada, de
modo que nuestros intentos fueron inútiles. Ninguna de las dos
nos acostamos. Cati se sentó junto a la ventana esperando que
llegase la aurora, y sólo respondía con suspiros a mis ruegos de
que descansase un poco. Por mi parte, me senté en una silla y
comencé a hacer un severo examen de conciencia sobre mis
faltas, de las que me imaginaba que provenían todas las
desventuras de mis amos.
Heathcliff vino a las siete y preguntó si la señorita estaba
levantada. Ella misma corrió a la puerta y contestó
afirmativamente.
—Vamos, pues —dijo Heathcliff, llevándosela fuera. Quise
seguirla, pero cerró la puerta con llave. Le rogué me soltase.
—Ten un poco de paciencia —contestó. Dentro de un rato te
traerán el desayuno.
Golpeé la puerta furiosamente y sacudí con fuerza el picaporte.
Cati inquirió los motivos de prolongar mi encierro. Él repuso que
duraría una hora más. Y los dos se fueron. Al cabo de dos o tres
horas oí pasos, y una voz que no era la de Heathcliff me dijo:
—Te traigo comida. Abre.
Obedecí, y vi a Hareton, que traía provisiones para todo el día.
—Toma —dijo, entregándomelas.
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