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—¡Silencio! —ordenó el malvado. —¡Demonio con el alboroto! No

                  me interesa oíros. Catalina, me alegraría extraordinariamente

                  saber que tu padre está desconsolado. La satisfacción no me


                  dejaría dormir. No podías haber encontrado mejor medio para

                  persuadirme a que te retenga veinticuatro horas en mi casa. Y

                  respecto a casarte con Linton, es bien cierto que sucederá,

                  puesto que no saldrás de aquí hasta haberlo hecho.



                  —Entonces envíe a Elena a decir que no me pasa nada, y

                  cáseme ahora mismo —dijo Catalina, llorando con desconsuelo.

                  ¡Pobre papá! Va a pensar que nos hemos perdido. ¿Qué


                  haremos, Elena?


                  —Tu padre se figurará que te has cansado de cuidarle y que te

                  has ido a expansionarte un poco —contestó Heathcliff. —No


                  negarás que has entrado en mi casa voluntariamente, aunque

                  él te lo tenía prohibido. Y es muy natural que te aburras de

                  cuidar a un enfermo que, al fin y al cabo, no es más que tu

                  padre. Mira, Catalina: cuando naciste, tu padre había dejado ya


                  de ser feliz. Probablemente te maldijo por venir al mundo (y yo

                  lo hice también, desde luego) justo es, pues, que te maldiga al

                  salir de él. Yo le imitaré. Puedes estar segura de que disto

                  mucho de quererte. Llora, llora, ésta será en adelante tu


                  principal distracción. ¡A no ser que Linton te consuele, como

                  parecía esperar tu previsor padre! Me divertí de verdad leyendo

                  sus cartas a Linton, con sus consejos y los ánimos que le daba.


                  En su última carta encarecía a mi joya que cuidase de la suya

                  cuando la tuviera en su poder. ¡Qué cariñoso y qué paternal!






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