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—Ya ves —dijo el malvado, agachándose para coger la llave
que había caído al suelo— que sé castigar a los niños traviesos.
Ahora vete con Linton y llora cuanto se te antoje. Dentro de
poco seré tu padre, y tu único padre, además, y cosas como las
de hoy te las encontrarás con frecuencia, puesto que no eres
débil y estás en condiciones de aguantar lo que sea... ¡Cómo
vuelva ese mal genio a subírsete a la cabeza, tendrás todos los
días una ración como la de ahora!
Cati corrió hacia mí, inclinó su cabeza sobre mi regazo y rompió
a llorar. Su primo permanecía silencioso en un rincón, contento,
al parecer, de que la tormenta hubiera des—cargado sobre
cabeza distinta a la suya. Heathcliff se levantó, y él mismo
preparó el té. El servicio ya estaba dispuesto. Vertió la bebida
en las tazas.
—Fuera tristeza —me dijo, ofreciéndome una taza—, y sirve a
esos niños traviesos. No tengas miedo; no está envenenada. Me
voy a buscar vuestros caballos.
En cuanto se fue, comenzamos a buscar una salida. Pero la
puerta de la cocina estaba cerrada, y las ventanas eran
excesivamente angostas, incluso para la esbeltez de Cati.
—Señorito Linton —dije yo—, ahora va usted a decirnos qué es
lo que su padre se propone, y de lo contrario cuente que yo le
vapulearé a usted como él ha hecho con su prima.
—Sí, Linton, dínoslo —agregó Catalina. — Todo ha sucedido por
venir a verte, y si te niegas a hablar serás un ingrato.
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