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complaceré. Me vuelves loca con todo lo que dices. Ábreme tu

                  corazón, Linton. ¿Verdad que no te propones ofenderme? ¿No

                  es cierto que evitarías que me hiciesen daño alguno si estuviera


                  en tu mano? Yo creo que para ti mismo eres, en efecto,

                  cobarde; pero que no serías capaz de traicionar a tu mejor

                  amiga.



                  —Mi padre me ha amenazado —declaró el muchacho, —y le

                  tengo miedo... ¡No, no me atrevo a decírtelo!


                  —Pues guárdatelo —contestó Cati desdeñosamente. —Yo no

                  soy cobarde.



                  Ocúpate de ti. Yo por mí no tengo miedo.


                  Él se echó a llorar y comenzó a besar las manos de la joven,

                  pero no se resolvió a hablar. Yo, por mi parte, meditaba en


                  aquel misterio, y había resuelto en mi interior que ella no

                  padeciese ni por Linton ni por nadie. Entretanto, oí un ruido

                  entre los matorrales y vi al señor Heathcliff, que se dirigía hacia

                  nosotros. Aunque oía, sin duda, los sollozos de Linton, no miró a


                  la pareja, sino que me habló a mí, empleando el tono casi

                  amistoso con que siempre me trataba, creo que sinceramente,

                  y me dijo:



                  —Me alegro de verte, Elena. ¿Cómo os va? —y agregó en voz

                  baja—: Me han dicho que Eduardo Linton se está muriendo. ¿Es

                  tal vez una exageración?


                  —Es absolutamente cierto —repuse—, y si para nosotros es muy


                  triste, creo que para él constituye una dicha.





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