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C A P Í T U L O XXVII
Pasaron otros siete días, y en el curso de ellos el estado de
salud de Eduardo Linton fue empeorando de día en día. De hora
en hora se agravaba tanto como antes en un mes.
Procurábamos, sin resultado, engañar a Cati. Ella adivinaba la
terrible probabilidad, que de minuto en minuto se convertía en
certidumbre. El jueves siguiente no se atrevió a hablar a su
padre de la cita, y lo hice yo. El mundo de Cati estaba reducido
a la biblioteca y a la alcoba de su padre. Su rostro, con tantas
vigilias y disgustos, había palidecido. Así pues que el señor nos
autorizó, gustoso, a hacer aquella excursión, que, según él
pensaba, ofrecería un cambio en la vida habitual de su hija. El
señor se consolaba esperando que, después que él faltase, ella
no quedaría sola del todo.
Según entendí, el señor Linton creía que su sobrino se le parecía
en lo moral tanto como en lo físico. Naturalmente, las cartas de
Linton no hacían referencia alguna a sus propios defectos.
Claro está que yo tenía la debilidad, disculpable, de no sacarle
de su error, pues de nada hubiera servido amargarle sus
últimos momentos con cosas que no podían remediarse.
Salimos por la tarde, una dorada tarde de agosto. La brisa de
las colinas era tan saludable, que se diría que tenía el poder de
hacer revivir a un moribundo. En el rostro de Cati se reflejaba el
paisaje: sombra y luz brillaban a intervalos en él, pero el sol se
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