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—Cógete a mi mano —respondió Heathcliff. —Cati ahora te

                  dará el brazo.


                  ¡Así! Sin duda, pensará usted, joven, que soy el diablo cuando


                  tanto me teme.


                  ¿Quiere usted acompañarle hasta casa? En cuanto le toco, se

                  echa a temblar...



                  —Querido Linton —manifestó Catalina—, no puedo

                  acompañarte hasta Cumbres Borrascosas, porque papá no me

                  lo permite. Pero tu padre no te hará nada. ¿Por qué le temes?


                  —No entraré más en esa casa —aseguró él— si no me


                  acompañas tú.


                  —¡Silencio! —gritó su padre. Es preciso respetar los escrúpulos

                  de Catalina. Elena, acompáñale tú. Será preciso que siga tus

                  consejos: llamaremos al médico.



                  —Acertará usted —contesté— pero el acompañar a su hijo no

                  me es posible. Tengo que quedarme con mi señorita.


                  —Sigues tan altanera como de costumbre —comentó Heathcliff.


                  — Y, ya que no te compadeces del chiquito, vas a hacerme que

                  le pinche sin quererlo.


                  ¡Ea!, valiente, ven acá. ¿Quieres volver conmigo a casa?



                  E hizo ademán de sujetar al joven; pero él se apartó, se cogió a

                  su prima y le suplicó, frenético, que le acompañase.

                  Verdaderamente resultaba difícil negarse a lo que se pedía de

                  tal modo. Las causas de su terror permanecían ocultas; pero lo






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