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—¡Mis afectaciones! —murmuró el muchacho. —¿A qué
afectaciones te refieres, Cati? No te enfades, ¡por Dios! ...
Despréciame si quieres, porque verdaderamente soy
despreciable; pero no me odies. Reserva el odio para mi padre.
Respecto a mí, debe bastarte con el desdén.
—¡Chico!, ¿Qué absurdo estás diciendo? —exclamó Cati,
excitada. —
¿Pues no estás temblando? ¡Cualquiera diría que teme que le
pegue! Anda, vete... Es una barbaridad hacerte salir de casa con
el propósito de que... ¿De qué? ¿Qué nos proponemos?
¡Suéltame la ropa! Nunca debiste haberte manifestado
complacido de la compasión que yo sentía hacia ti cuando te
veía llorando. Elena, dile tú que ese proceder suyo es
vergonzoso. Levántate. ¡No te arrastres como un reptil!
Linton, sollozante, se había dejado caer en el suelo, y parecía
sentir un terror convulsivo.
—¡Oh, Cati! —exclamó, llorando. —Estoy procediendo como un
traidor, si, pero si tú me dejas, ellos me matarán. Querida Cati:
mi vida depende de ti.
¡Y tú has dicho que me amabas! ¡No te vayas, mi buena, mi
dulce y amada Cati! Si tú quisieras... él me dejaría morir a tu
lado.
Viéndole tan acongojado, la señorita se compadeció. —¿Si yo
quisiera el qué? —preguntó. ¿Quedarme? Explícate y te
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