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—Pero a mí, sí —contestó, estremeciéndose, su primo. —No le
hagas que se disguste conmigo, Cati, porque le temo.
—¿Así que es severo con usted, señorito? —intervine yo. —¿De
modo que se ha cansado de ser tolerante?
Linton me miró y guardó silencio. Inclinó la cabeza sobre el
pecho, y durante diez minutos le oímos suspirar. Cati se
entretenía en coger arándanos, y los repartía conmigo, sin
ofrecerle a él por no incomodarle.
—¿Ha transcurrido ya la media hora, Elena? —me preguntó Cati
al oído.
—Yo creo que no debemos quedarnos más. Linton se ha
dormido, y papá nos espera.
—Tenga usted paciencia hasta que se despierte — respondí—.
¡Qué prisa tiene en irse! Tanta como impaciencia tenía por
reunirse con él.
—¿Para qué quería verme? —contestó Catalina. —Yo preferiría
que estuviese como antes, a pesar de su mal humor de
entonces. Da la impresión de que me quiere ver únicamente por
complacer a su padre. Y no me agrada venir sólo por ese
motivo. Me alegro de que Linton esté mejor, pero siento que se
haya vuelto menos cariñoso conmigo.
—¿Usted cree que está mejor? —pregunté.
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