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nuestra compañía más como una carga que como un placer, y

                  no vaciló en proponer que nos marcháramos. Linton, al oírlo,

                  cayó en una extraña agitación. Miró horrorizado en dirección de


                  las Cumbres, y nos rogó que permaneciéramos con él media

                  hora más.


                  —Yo creo —dijo Cati— que en tu casa te encontrarás mejor que


                  aquí. Hoy no te entretienen mi conversación, ni mis canciones,

                  ni nada... En estos seis meses te has hecho más formal que yo.

                  Ahora, que si creyese que ello te divertía, me quedaría contigo

                  con mucho gusto.



                  —Quédate un poco más, Cati —dijo el joven. —No digas que

                  estoy mal, ni lo pienses. Es el calor y el bochorno que me

                  abruman. Antes de llegar tú, he andado mucho. No digas al tío


                  que me encuentro tan mal. Dile que estoy bastante bien. ¿Lo

                  harás?


                  —Le diré que me lo has dicho así, Linton. Pero no puedo

                  asegurarle que estés bien —dijo, extrañada, la señorita.



                  —Vuelve a verme el jueves, Cati —murmuró él, esquivando su

                  mirada.


                  —Y dale muchas gracias al tío por haberte dejado venir. Y,


                  mira...: si te encuentras a mi padre, no le digas que he estado

                  taciturno, porque se enfadaría si...


                  —No me importa que se enfade —repuso Cati, creyendo que el

                  enfado sería hada ella.









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