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C A P Í T U L O XXVI
A principios de verano, Eduardo, aunque de mala gana, accedió
a que los primos se entrevistasen. Salimos Cati y yo. El día era
bochornoso y sin sol, mas no amenazaba lluvia. Nos habíamos
citado en el hito de piedra de la encrucijada. Pero no
encontramos a nadie allí. Llegó a corto rato un muchachito y
nos dijo que el señorito Linton estaba un poco más allá y que
nos agradecería muchísimo que nos acercásemos algo.
—El señorito Linton —repuse— ha olvidado que su tío puso
como condición que las entrevistas fueran en terrenos de la
Granja.
—Podemos hacerlo —dijo Cati— viniendo hacia aquí cuando nos
encontremos.
Le avistamos a medio kilómetro de su casa, tumbado sobre los
matorrales. No se levantó hasta que estuvimos muy cerca de él.
Nos apeamos, y él dio unos pasos hacia nosotras. Estaba tan
pálido y parecía tan débil, que no pude por menos de exclamar:
—Pero, ¡señorito Linton, hoy no está usted para pasear! Me
parece que se encuentra usted muy enfermo.
Cati le miró, asombrada y entristecida, y la bienvenida que le
preparaba se convirtió en una pregunta de si se hallaba peor
que otras veces.
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