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C A P Í T U L O XXV





                  —Todo esto, señor —dijo la señora Dean—, sucedió el invierno


                  pasado. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que un año más

                  tarde, habría yo de distraer con el relato de ello a un forastero

                  ajeno a la familia. Ahora que,



                  ¿quién sabe si seguirá usted siendo un extraño siempre? Dudo

                  mucho que sea posible ver a Cati Linton sin enamorarse de ella.

                  Sí, sonríase, pero lo cierto es que se le nota animado cada vez

                  que la menciono. Además, ¿por qué me ha pedido usted que


                  cuelgue su retrato sobre la chimenea y...?


                  —¡Bueno, bueno, amiga mía! —repuse. —Suponga que yo me

                  enamorase de ella. ¿Cree usted que ella se enamoraría de mí?


                  Lo dudo, y no quiero arriesgarme. Además, yo pertenezco al

                  mundo activo y debo volver a él.


                  mos, siga contándome


                  —Catalina —continuó la señora Dean— obedeció a su padre, ya


                  que le quería a él más que a nadie. El amo le habló sin enojo,

                  pero con la natural inquietud de quien se siente próximo a dejar

                  lo que más quiere entre riesgos y enemigos, y en tales

                  circunstancias, que sólo podría el objeto de su afecto tener


                  como guía el recuerdo de sus palabras.


                  A mí me dijo pocos días después:











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