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—Me hubiera agradado que mi sobrino escribiera o viniese.
Dime sinceramente tu opinión sobre él, Elena. ¿Ha mejorado?
¿Puede esperarse que mejore cuando se desarrolle?
—Está muy enfermo, señor, y no es fácil que viva. Sí le puedo
asegurar que no se parece a su padre. Si la señorita Cati se
casase con él se dejaría llevar por ella, siempre que la señorita
no extremase su indulgencia hasta la tontería. Pero ya tendrá
usted tiempo de conocerle y de pensar si conviene o no... Le
faltan cuatro años para ser mayor de edad.
Eduardo suspiró, y a través de la ventana miró hacia la iglesia
de Gimmerton.
El sol de febrero iluminaba débilmente la tarde neblinosa, y a su
luz distinguíamos confusamente los abetos y las lápidas del
cementerio.
—A pesar de lo mucho que he rogado a Dios para que ello
sucediera, ahora me asusto —murmuró como para sí. Creía que
el recuerdo de la hora en que bajé a aquella iglesia para
casarme no sería tan feliz como el pensamiento del momento
en que había de yacer en la fosa. Cati me ha hecho muy feliz,
Elena. He pasado dichosamente al lado suyo las veladas de
invierno y los días de verano. Pero no he sido menos feliz
cuando erraba entre aquellas lápidas, al lado de la vieja iglesia,
en las tardes de junio, en que me sentaba junto a la tumba de
su madre y pensaba en la hora en que había de ir a reunirme
con ella... y ahora, ¿qué me cabe hacer en bien de Cati? Que
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