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—Dame el té y luego te lo diré —repuso el joven. —Señora Dean,

                  márchese un momento. Me molesta tenerla siempre delante.

                  Cati, te están cayendo las lágrimas en mi taza. No quiero ésa.


                  Dame otra.


                  Cati le entregó otra y se limpió las lágrimas. Me molestó la

                  serenidad del muchacho. Comprendí que había sido amenazado


                  por su padre con un castigo si no lograba atraernos a aquella

                  encerrona, y que, una vez conseguido, no temía ya que cayese

                  sobre él mal alguno.


                  —Papá quiere que nos casemos —dijo, después de beber un


                  sorbo de té.


                  —Y como sabe que tu padre no lo permitirá ahora, y, además el

                  mío tiene miedo de que yo me muera antes, es preciso que nos

                  casemos mañana por la mañana. Así que tienes que quedarte


                  toda la noche aquí y luego de hacer lo que quiere mi padre

                  venir a buscarme al día siguiente y llevarme contigo.


                  —¿Llevarle con ella? —exclamé. —¿Ese hombre está loco o cree


                  que los demás somos idiotas? Pero ¿es posible que usted se

                  imagine que esta robusta y hermosa joven se va a casar con un

                  miserable desdichado como usted? ¿Se figura que nadie en el

                  mundo le aceptaría a usted por marido? Se merece usted una


                  buena zurra por habernos hecho venir con sus cobardes mañas

                  y... ¡No me mire así, porque tengo ganas de castigar su maldad

                  y su estupidez con una paliza!











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