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»Entonces, esa vengativa mujer me dio un empellón y me

                  lastimó. Yo lancé un chillido —lo cual la espanta siempre— y

                  acudió papá. Al sentir que venía rompió en dos el medallón, y


                  me dio el retrato de su madre mientras intentaba esconder el

                  otro, pero cuando papá llegó y yo le expliqué lo que sucedía,

                  me quitó el que ella me había dado y le mandó que me

                  entregase el otro. Ella no quiso y él la tiró al suelo, le arrancó el


                  retrato y lo pisoteó.


                  —¿Y qué le pareció a usted el espectáculo? —interrogué, para

                  llevar la conversación adonde me convenía.



                  —Yo hice un guiño —respondió. —Siempre guiño los ojos cuando

                  mi padre pega a un perro o a un caballo, porque lo hace muy

                  reciamente. Al principio me alegré de que la castigara. También


                  ella me había hecho daño al empujarme. Cuando papá se fue,

                  ella me hizo ver cómo le sangraba la boca, porque se había

                  cortado con los dientes cuando papá le pegó. Después recogió

                  los restos del retrato, se sentó con la cara a la pared y no ha


                  vuelto a dirigirme la palabra. Creo a veces que la pena no la

                  deja hablar. Pero es un ser avieso; no hace más que llorar, y

                  está tan pálida y tan huraña que me asusta.



                  —¿Puede usted coger la llave cuando le parece bien? —

                  pregunté.


                  —Cuando estoy arriba, sí —contestó— pero ahora no puedo

                  subir.



                  —¿En qué sitio está? —volví a preguntar.






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