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«Debe de ser Green», pensé, sosegándome.


                  Y seguí con la intención de mandar que abrieran. Pero el golpe

                  se repitió, y entonces, dejando el jarro, fui a abrir yo misma.


                  Fuera, brillaba la luna. El que venía no era el procurador. La

                  señorita me saltó al cuello, exclamando:


                  —¿Vive papá todavía?



                  —Sí, ángel mío —respondí. —¡Gracias a Dios que ha vuelto usted

                  con nosotros!


                  Ella quería ir sin descanso al cuarto del señor, pero yo la hice

                  sentarse un momento para que descansara, le di agua y le froté


                  el rostro con el delantal para que le salieran los colores. Luego

                  añadí que convenía que entrara yo primero para anunciar su

                  llegada y le rogué que dijese que era feliz con el joven


                  Heathcliff. Al principio me miró con asombro, pero luego

                  comprendió.


                  No pude asistir a la entrevista de ella y su padre, así que me

                  quedé fuera y esperé un cuarto de hora, al cabo del cual me


                  atreví a entrar y acercarme al enfermo. Todo estaba tranquilo.

                  La desesperación de Cati era tan silenciosa como el placer que

                  su padre experimentaba. Con los ojos extasiados contemplaba


                  el rostro de su hija.


                  Murió sintiéndose feliz, señor Lockwood... Besó a Cati en las

                  mejillas y dijo:












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