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C A P Í T U L O XXIX





                  La tarde después del entierro, la señorita y yo nos sentamos en


                  la biblioteca, meditando y hablando del sombrío porvenir que

                  se nos presentaba.


                  Pensábamos que lo mejor sería conseguir que Catalina fuese


                  autorizada a seguir habitando la Granja de los Tordos, al menos

                  mientras viviera Linton. Yo sería su ama de llaves, y ello nos

                  parecía tan relativamente bueno, que dudábamos de

                  conseguirlo. No obstante, yo tenía esperanzas. De pronto, un


                  criado —ya que, aunque estaban despedidos, éste no se había

                  marchado aún— vino a advertirnos de que «aquel diablo de

                  Heathcliff» había entrado en el patio y quería saber si le daba

                  con la puerta en las narices.



                  No estábamos tan locas como para mandar que lo hiciese, ni él

                  nos dio tiempo a nada. Entró sin llamar ni pedir permiso; era el

                  amo ya y usaba de sus derechos. Llegó a la biblioteca, mandó


                  salir al criado y cerró la puerta.


                  Estaba en la misma habitación donde dieciocho años atrás

                  entrara como visitante. A través de la ventana brillaba la misma


                  luna y se divisaba el mismo paisaje otoñal. No habíamos

                  encendido la luz, pero había bastante claridad en la cámara y

                  se distinguían bien los retratos de la señora Linton y de su

                  esposo. Heathcliff se acercó a la chimenea. Desde aquella


                  época no había cambiado mucho. El mismo semblante, algo






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