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tenerla entre mis brazos. Si está fría, lo atribuiré a que el viento
del norte me hiela; si está inmóvil, pensaré que duerme.»
»Cogí una azada y cavé con ella hasta que tropecé con el
ataúd. Entonces me puse a trabajar con las manos, y ya crujía
la madera cuando me pareció percibir un suspiro que sonaba al
mismo borde de la tumba. «¡Si pudiese quitar la tapa —
pensaba— y luego nos enterraran a los dos!» Y me esforzaba en
hacerlo. Pero sentí otro suspiro. Y me pareció notar un tibio
aliento que caldeaba la frialdad del aire helado. Bien sabía que
allí no había nadie vivo; pero tan cierto como se siente un
cuerpo en la oscuridad, aunque no se le vea, tuve la sensación
de que Catalina estaba allí y no en el ataúd, sino a mi lado.
Experimenté un inmediato alivio. Suspendí mi trabajo y me sentí
consolado. Ríete, si quieres, pero después de que cubrí la fosa
otra vez tuve la impresión de que me acompañaba hasta casa.
Estaba seguro de que se hallaba conmigo y hasta le hablé.
Cuando llegué a las Cumbres recuerdo que aquel condenado de
Earnshaw y mi mujer me cerraron la puerta. Me contuve para no
romperle el alma a golpes, y después subí precipitadamente a
nuestro cuarto. Miré en torno mío con impaciencia. ¡La sentía a
mi lado, casi la veía, y, sin embargo, no lograba divisarla! Creo
que sudé sangre de tanto como rogué que se me apareciese, al
menos un instante. Pero no lo conseguí. Fue tan diabólica para
mí como lo había sido siempre durante mi vida. Desde
entonces, unas veces más y otras menos, he sido víctima de esa
misma tortura. Ello me ha sometido a una tensión nerviosa tan
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