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Ella entonces pidió mi ayuda, pero yo le contesté que el

                  muchacho ya me había dado bastante que hacer, y que ahora

                  era ella quien debía cuidarle, según había ordenado el amo.



                  No puedo decir cómo se las entendieron. Me figuro que él debía

                  pasarse gimiendo día y noche, sin dejarla descansar, como se

                  deducía por sus ojeras. Algunas veces venía a la cocina como si


                  quisiera pedir socorro, pero yo no estaba dispuesta a

                  desobedecer al señor. No me atrevía a contrariarle en nada,

                  señora Dean, y aunque bien veía que debía haberse llamado al

                  médico, no era yo quién para tomar la iniciativa, y por eso no


                  intervine para nada. Una o dos veces, después que nos

                  habíamos acostado, se me ocurría ir a la escalera y veía a la

                  señora llorando, sentada en los escalones, de modo que

                  enseguida me volvía, temiendo que me pidiese ayuda. Aunque


                  la compadecía, ya supondrá usted que no era cosa de

                  arriesgarme a perder mi empleo. Por fin, una noche, entró

                  resueltamente en mi cuarto y me dijo:



                  —Avisa al señor Heathcliff de que su hijo se muere. Estoy

                  segura de ello.


                  Y se fue. Un cuarto de hora permanecí en la cama, escuchando


                  y temblando. Pero no sentí nada.


                  «Debe de haberse equivocado —pensé. Linton se habrá

                  repuesto; no hay por qué molestar a nadie» Y volví a dormirme.

                  Pero el sonido de la campanilla que tenía Linton para su











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