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Hareton aceptó la ayuda de Zillah, y hasta se puso de buen
humor, y cuando Catalina llegó trató de hacerse agradable a
ella.
—La señorita —siguió contándome Zillah— entró tan fría como
el hielo y tan altanera como una princesa. Yo le ofrecí mi
asiento y Hareton también, diciéndole que debía estar transida
de frío.
—Hace un mes que lo estoy —contestó ella tan
despectivamente como le fue posible.
Cogió una silla y se sentó separada de nosotros. Cuando hubo
entrado en calor miró en torno suyo, y al divisar unos libros en
el aparador intentó cogerlos. Pero estaban demasiado altos, y
viendo sus inútiles esfuerzos, su primo se decidió a ayudarla.
Comenzó a echarle los libros según los iba alcanzando y ella los
recogía en su falda extendida.
El muchacho se sintió satisfecho con esto. Es verdad que la
señora no le dio las gracias, pero a él le bastaba con haberle
sido útil, y hasta se aventuró a mirar los libros mientras lo hacía
ella, señalando algunas páginas ilustradas que le llamaban la
atención. No se desanimó por el desprecio con que Catalina le
quitaba las láminas de los dedos, pero se separó un poco, y en
vez de mirar los libros la miró a ella.
Catalina siguió leyendo o intentando leer. Hareton, entretanto,
ya que no podía distinguir su cara, se contentaba con
contemplar su cabello. De pronto, casi inconsciente de lo que
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