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negro, con sus rubios cabellos peinados lisos por detrás de las

                  orejas.


                  José y yo solemos ir los domingos a la iglesia (se refieren a la


                  capilla de los metodistas o baptistas, ya que la iglesia ahora no

                  tiene pastor), pero yo creí que debía quedarme en casa —

                  continuó Zillah— porque no sobra que una persona de edad


                  vigile a los jóvenes, y Hareton, a pesar de su timidez, no es

                  precisamente un chico modelo. Yo le había ad—vertido de que

                  su prima bajaría seguramente a hacernos compañía, y que

                  como ella solía guardar la fiesta dominical, valía más que él no


                  trabajase ni estuviese repasando las es— copetas mientras ella

                  permanecía abajo. Se ruborizó al oírme, se miró la ropa y las

                  manos e hizo desaparecer el aceite y la pólvora. Comprendí que

                  quería ofrecerle su compañía y que deseaba presentarse a ella


                  con mejor aspecto, y para ayudarle a ello, le ofrecí mis servicios.

                  Se puso muy turbado y empezó a jurar.


                  —Señora Dean —dijo Zillah, comprendiendo que su conducta


                  me desagradaba—, usted podrá pensar que la señorita es

                  demasiado fina para Hareton, y puede que esté usted en lo

                  cierto; pero le aseguro que me gustaría rebajar un poco su

                  orgullo. Además, ahora es tan pobre como usted y como yo. Es


                  decir, más, porque seguramente usted tiene sus ahorros y yo

                  hago lo posible para reunirlos. Así que no está la señorita como

                  para andar con tonterías.













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