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—Señora Heathcliff —dije al cabo de un rato—, usted cree que
yo no la conozco, y, sin embargo, creo conocerla
profundamente. Así que me extraña que no me hable usted. La
señora Dean no se cansa de alabarla, y sufrirá una desilusión si
me vuelvo sin llevarle más noticias suyas que las de que no ha
dicho nada sobre su carta.
Me preguntó, extrañada:
—¿Elena le estima mucho a usted?
—Mucho —balbucí.
—Pues entonces dígale que le contestaría gustosamente, pero
que no tengo con qué. Ni siquiera poseo un libro del que poder
arrancar una hoja.
—¿Y cómo puede usted vivir aquí sin libros? —dije. Yo, que
tengo una gran biblioteca, me aburro en la Granja, así que sin
ellos debe de ser desesperante la existencia aquí.
—Antes yo tenía libros y me pasaba el día leyendo —me
contestó—, pero como el señor Heathcliff no lee nunca, se le
antojó destruirlos. Hace varias semanas que no veo ni sombra
de ellos. Una vez revolví los libros teológicos de José, con gran
indignación de éste, y otra vez, Hareton, encontré un almacén
de ellos en tu cuarto: tomos latinos y griegos, cuentos y
poesías... Todos, antiguos conocidos míos... Me los traje aquí, y
tú me los has robado, como las urracas, por el gusto de robar,
ya que no puedes sacar partido de ellos. ¡Hasta puede que
aconsejaras al señor Heathcliff, por envidia, que me arrebatase
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