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C A P Í T U L O XXXII





                  En septiembre del año pasado un amigo me invitó a hacer


                  estragos con él en los cotos de caza que poseía en el Norte, y,

                  de camino, pasé, sin esperarlo, a poca distancia de Gimmerton.

                  El mozo de cuadra de la posada en que me había parado para

                  que mis caballos bebiesen, dijo al ver un carro cargado de


                  avena recién segada:


                  —Ese viene de Gimmerton. Siempre siegan tres semanas

                  después que en los demás sitios.



                  —¿Gimmerton? —dije.


                  El recuerdo de mi residencia en aquel lugar casi se había

                  esfumado en mi memoria.



                  — ¡Ah, ya! —agregué. ¿Está lejos de aquí?


                  —Unos veinte kilómetros de mal camino —me contestó el mozo.


                  Sentí un repentino deseo de visitar la Granja de los Tordos. No

                  era mediodía aún, y pensé que pasaría la noche bajo el techo


                  de la que todavía era mi casa, tan bien por lo menos como en

                  una posada. Y, de paso, podía arreglar mis cuentas con el

                  dueño, lo que me evitaría más adelante hacer un viaje con

                  aquel objeto. Así que, después de descansar un rato, encargué


                  a mi criado que averiguase el camino de la aldea, y no sin

                  fatigar a nuestras cabalgaduras, llegamos a Gimmerton al cabo

                  de tres horas.







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