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interrumpida por agrias palabras que salían del interior y cuyo
tono destemplado distaba mucho de sonar musicalmente.
—Aunque fuera así, valía más oírlos jurar de la mañana a la
noche que escucharte a ti —dijo aquella voz en respuesta a
algún comentario de Elena ignorado por mí. —¡Clama al Cielo
que no pueda uno abrir la Santa Biblia sin que inmediatamente
comiences tú a cantar las alabanzas del demonio y las
vergonzosas maldades mundanas! ¡Oh!, las dos estáis
pervertidas y haréis que ese pobre muchacho pierda su alma!
¡Está embrujado! —añadía gruñendo.
¡Oh, Señor! ¡júzgalas Tú, ya que no hay ley ni justicia en este
país!
—Sí, no debe de haberlas cuando no estamos retorciéndonos
entre las llamas del suplicio, ¿verdad? Cállate, vejete, y lee tu
Biblia sin ocuparte de mí. Voy a cantar ahora Las bodas del
hada Anita, que, por cierto, es bailable.
Y la señora Dean iba a empezar, cuando yo me adelanté. Me
reconoció al punto, y se levantó, gritando:
—¡Oh, señor Lockwood, bien venido sea! ¿Cómo es que ha
venido usted sin avisar? La Granja de los Tordos está cerrada.
Debió usted advertirnos que venía.
—Ya he dado órdenes allí, y podré arreglarme durante el poco
tiempo que pienso estar —contesté. —Me marcho mañana.
¿Cómo la encuentro aquí ahora, señora Dean? Explíquemelo.
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