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—Si lo acepta —me dijo—, indícale que iré yo a enseñarle a

                  leerlo bien, y si lo rechaza, adviértele que me iré a mi

                  habitación.



                  Yo hice todo lo que me decía. Hareton no abrió los dedos para

                  coger el libro, pero no lo rechazó tampoco, así que se lo puse

                  sobre las rodillas y me volví a mis ocupaciones. Cati se apoyó


                  de codos sobre la mesa. Sonó de pronto el crujido del papel,

                  que Hareton quitaba del libro, y ella entonces se levantó y fue a

                  sentarse junto a su primo. Él se estremeció y se le encendió el

                  rostro. La acritud y la aspereza huyeron de él. Al principio no


                  supo pronunciar ni una palabra mientras ella le hablaba:


                  —Me harás muy dichosa si lo dices. Él murmuró algo que yo no

                  pude oír.


                  —¿Entonces seremos amigos? —agregó Cati.



                  —No —dijo él—, porque cuanto más me conozcas más te

                  avergonzarás de


                  mí.



                  —¿Así que te niegas a ser amigo mío? —continuó ella sonriendo


                  dulcemente y aproximándose más al muchacho.


                  Ya no oí lo demás que se decían, pero al mirarles distinguí dos

                  rostros tan alegres inclinados sobre el mismo libro, que


                  comprendí que, a partir de aquel momento, se había hecho la

                  paz entre los dos enemigos. El libro que miraban tuvo la virtud

                  de hacerles permanecer embelesados hasta que llegó José. El







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