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—Espera —exclamó Cati. —Quiero hablarte y no puedo hacerlo

                  teniendo esas nubes ante la cara.


                  Él repuso:



                  —¡Déjame y vete al diablo!


                  —No quiero —insistió ella. —No sé qué hacer para que me

                  hables. Cuando te llamo tonto no pretendo insultarte ni quiero


                  dar a entender que te desprecie. Anda, Hareton, atiéndeme,

                  eres mi primo.


                  —No tengo nada que ver contigo, ni con tu soberbia, ni con tus

                  condenadas burlas —replicó el joven. —¡Antes me iré al infierno


                  que volver a mirarte! ¡Quítate de ahí!


                  Catalina frunció el entrecejo y se sentó junto a la ven—tana

                  mordiéndose los labios y tarareando para dominar sus deseos

                  de echarse a llorar.



                  —Debía usted hacer las paces con su prima, señorito Hareton —

                  le aconsejé—, puesto que ella está arrepentida de haberle

                  provocado. Si fuesen ustedes amigos, ella le convertiría en otro


                  hombre.


                  —¡Sí, sí! —contestó. —Me odia y no me considera digno ni de

                  limpiarle los zapatos. Aunque me dieran una corona, no me


                  expondría más a ser motivo de burla para ella por intentar

                  agradarle.


                  —Yo no te odio —dijo Cati llorando. —Eres tú el que me odia a

                  mí. ¡Me odias tanto o más que al señor Heathcliff!







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