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que ella vivió y que la he perdido. Y es más: Hareton me parecía
el fantasma de mi amor, la encarnación de mis salvajes
esfuerzos para conservar mi derecho a él.
¡Y mi degradación, y mi orgullo, y mi felicidad, y mis
sufrimientos! En fin: es una locura hablarte de estas cosas. Pero
así comprenderás por qué no quiero estar con ellos. A pesar de
mi repugnancia hacia la soledad, su compañía no me conviene.
Al contrario, contribuye a agravar las torturas constantes que
me persiguen. Por otra parte, todo se combina para que vea
con indiferencia la intimidad de los dos. Ya no puedo ocuparme
de ellos.
—¿A qué cambio se refería usted, señor Heathcliff? —le dije,
alarmada.
En realidad no me parecía que corriese riesgo alguno.
Rebosaba salud y vigor, y su razón no me preocupaba, ya que
desde muy niño había sido aficionado a lo misterioso y se
complacía en hablar de cosas fantásticas. Podía estar más o
menos monomaníaco, a propósito de su amor perdido, pero en
todo lo demás razonaba tan bien como yo.
—No sabré precisamente de qué se trata hasta que llegue —me
contestó.
—Por ahora sólo lo intuyo.
—¿Presiente usted una enfermedad? —pregunté.
—No, Elena.
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