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—Puedo soportar lo que sea —me contestó—, y me alegrará

                  mucho si así consigo estar solo. Anda, entra y no me fastidies.


                  Pasé y pude apreciar entonces que respiraba muy


                  dificultosamente.


                  «Sí —pensé— se ha puesto enfermo. ¡Cualquiera sabe lo que

                  habrá estado haciendo!» Al mediodía comió con nosotros. Le di

                  un plato rebosante y pareció dispuesto a hacerle los honores


                  después de su largo ayuno.


                  —No tengo catarro ni fiebre, Elena —dijo, refiriéndose a mis

                  palabras de por la mañana—, y verás qué bien como.



                  Cogió el tenedor y el cuchillo, y cuando iba a probar el plato

                  cambió de actitud, como si hubiera perdido el apetito

                  súbitamente. Soltó los cubiertos, miró por la ventana


                  ansiosamente y se fue. Mientras comíamos estuvo dando

                  vueltas por el jardín. Hareton propuso irse a preguntarle por qué

                  se había marchado, temeroso de que le hubiésemos disgustado

                  con alguna cosa.



                  —¿Viene? —preguntó Cati a su primo, cuando éste regresaba.


                  —No —repuso Hareton—, pero no está enfadado. Al contrario,

                  está muy contento. Se incomodó porque le llamé dos veces y

                  me mandó que me volviese contigo. Parecía muy sorprendido


                  de que a mí no me bastase con tu compañía.


                  Yo coloqué su plato al lado de la lumbre para que no se

                  enfriase. Heathcliff volvió dos horas después. No se había








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