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—¿Tiene usted miedo a morirse?
—No tengo miedo de morir, ni presiento la muerte, ni espero
morirme. ¿A santo de qué me moriría? Tengo buena salud, y mis
costumbres son muy ordenadas. Lógicamente debo
permanecer en este mundo, y permaneceré hasta que no quede
ni un pelo en mi cabeza. ¡Mas, con todo, no puedo seguir en
esta situación! ¡A cada momento necesito recordarme a mí
mismo que he de respirar, que ha de latirme el corazón...! Me
pasa una cosa así como si tuviese que forzar a un muelle muy
duro a que se mantuviese en la posición en que debe estar. He
de violentarme para hacer el más pequeño acto que no se
relacione con el pensamiento continuo que me devora y he de
violentarme para fijarme en cualquier cosa, animada o
inanimada, que no se refiera a la única cosa que llena el mundo
para mí. Sólo experimento un deseo, y todo mi ser y todas mis
facultades se concentran en él. Durante tanto tiempo y de tal
modo lo he deseado, que estoy seguro de conseguirlo pronto,
ya que ha devorado toda mi existencia. Y el deseo de que su
realización se anticipe me sofoca. ¡Vaya! Lo que te he dicho no
me ha aliviado, pero te explicará muchas cosas de mi modo de
ser. ¡Dios mío, qué horrible lucha y qué ganas de que se acabe!
Comenzó a pasear por la habitación, murmurando para sí cosas
horrorosas.
Llegué a sospechar que, como José aseguraba, la conciencia
había convertido en un infierno su vida terrena. Y estaba
preocupada por el fin que todo aquello podría tener. Él no solía
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