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calmado. Bajo sus negras cejas se notaba la misma anormal

                  expresión de alegría, la misma cara pálida y la misma sonrisa

                  en sus dientes entreabiertos. El cuerpo le temblaba, pero no


                  como cuando se tiembla de frío o de decaimiento, sino como

                  cuando uno está excitado. Parecía una cuerda demasiado

                  tensa.



                  —¿Ha tenido usted alguna buena noticia, señor Heathcliff? —le

                  pregunté.


                  —Me parece encontrarle muy animado.


                  —No sé de dónde me van a dar buenas noticias — respondió. —


                  A lo único que me siento animado es a comer. Y, al parecer, hoy

                  no se come aquí.


                  —Tome, tome la comida —repuse. —¿Por qué no come?


                  —No la quiero todavía —dijo inmediatamente. Elena, haz el


                  favor de decir a Hareton y a la muchacha que no vengan por

                  acá. Quiero estar solo.


                  —¿Le han dado algún motivo para que los destierre? —


                  pregunté.


                  —Vamos, señor Heathcliff; dígame qué le pasa. ¿Dónde estuvo

                  usted anoche? No se lo pregunto por curiosidad. Es que...


                  —Me lo preguntas por una curiosidad tonta –respondió—, pero,


                  no obstante, te contestaré. Esta noche he estado a las puertas

                  del infierno. Hoy, en cambio, estoy a las puertas de mi paraíso.










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