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Sólo un metro me separa de él. Y ahora, márchate. No verás

                  nada que te asuste si dejas de espiarme.


                  Barrí el salón y limpié la mesa y me marché completamente


                  perpleja.


                  Heathcliff no salió del salón en toda la tarde y nadie

                  interrumpió su soledad. A las ocho, aunque no me había

                  llamado, creí conveniente llevarle luz y la comida. Le vi apoyado


                  en el antepecho de una ventana, pero no miraba hacia fuera,

                  sino hacia el interior. Del fuego sólo restaban cenizas. El aire

                  suave y húmedo de la tarde serena había invadido la


                  habitación, y en la calma del crepúsculo podía escucharse

                  incluso el choque de la corriente contra las piedras. Yo dejé

                  escapar una exclamación de disgusto al ver el fuego apagado y


                  comencé a cerrar las ventanas, hasta que llegué a aquella en

                  que él estaba recostado.


                  —¿La cierro? —pregunté, notando que no se movía. Mientras le

                  hablaba, la luz de la bujía iluminó su rostro.



                  Y su expresión me causó, señor Lockwood, un terror

                  indescriptible. Con sus negros ojos, su palidez de fantasma y su

                  terrible sonrisa, me pareció un espíritu del otro mundo.

                  Asustada, solté la vela y quedamos en tinieblas.



                  —Ciérrala —dijo él con su voz acostumbrada. —¡Qué torpe eres!

                  ¿Por qué sostenías la vela horizontalmente? Trae otra.


                  Salí, loca de horror, y dije a José:









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