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--Deja que te ayude con ella -repitió Richie.
                   Habían dejado a Eddie allá, en la madriguera de la araña, y eso era algo de lo
                que ninguno de ellos quería hablar. Pero Eddie estaba muerto y Audra aún vivía,
                al menos técnicamente.
                   --La llevo yo -dijo Bill, entre jadeos.
                   --Ni hablar. Terminarás con un colapso cardíaco. Deja que te ayude, Gran Bill.
                   --¿Cómo va tu cabeza?
                   --Me duele. Pero no me cambies de tema.
                   Bill dejó que Richie la llevara. Habría podido ser peor. Audra era una chica alta
                cuyo peso normal era de 63 kilos, pero el papel que debía representar en "El
                desván" era el de una joven retenida como rehén por un psicópata que se
                consideraba terrorista político. Como Freddie Firestone quería filmar primero todas
                las secuencias del desván, Audra se había sometido a una dieta estricta para
                perder ocho o nueve kilos. Aun así, después de andar a tropezones con ella por la
                oscuridad a lo largo de cuatrocientos metros (u ochocientos, o mil doscientos,
                quién podía calcularlo), esos 54 kilos parecían cien.
                   --Gra-gracias -dijo.
                   --De nada. Después te tocará a ti, Ben.
                   --Bip-bip, Richie -respondió Ben.
                   Richie sonrió a su pesar. Fue una sonrisa cansada que no duró mucho, pero
                siempre era mejor que nada.
                   --¿Por dónde, Bill? -preguntó Beverly-. Esa agua suena cada vez más fuerte. No
                me gustaría ahogarme aquí abajo.
                   --Recto hacia adelante; después, a la izquierda -dijo Bill-. Tal vez será mejor que
                apretemos el paso.
                   Siguieron andando media hora más mientras Bill iba indicando los giros. El ruido
                del agua continuó creciendo hasta que pareció rodearlos. Bill tanteó un recodo
                siguiendo con la mano una pared de ladrillo húmedo y de pronto sintió agua en los
                zapatos. La corriente era poco profunda, pero rápida.
                   --Dame a Audra -dijo a Ben, que jadeaba entrecortadamente-. Ahora iremos
                corriente arriba.
                   Ben le pasó cuidadosamente a su mujer. Bill logró echársela al hombro como un
                bombero. Si ella hubiera protestado, si se hubiera movido...
                   --¿Cómo vamos de cerillas, Bev?
                   --No quedan muchas. Bill, ¿sabes adónde vas?
                   --C-c-creo que sí. Vamos.
                   Todos lo siguieron por el recodo. El agua burbujeaba contra los tobillos de Bill.
                Subió hasta sus pantorrillas; después hasta el muslo. El tronar del agua se había
                intensificado hasta un estable rugir de bronce. El túnel por el que iban se
                estremecía sin cesar. Por un rato, Bill temió que la corriente se tornara demasiado
                potente como para avanzar contra ella, pero cuando dejaron atrás un tubo de
                alimentación que volcaba un enorme chorro de agua al túnel (le maravilló la fuerza
                del agua blanca) la resistencia del agua fue menor, aunque el nivel continuaba
                subiendo. Y...
                   --¡Eh! exclamó-. ¿N-n-notáis a-algo?
                   --¡Que hay cada vez más claridad! -apuntó Beverly-. ¿Dónde estamos, Bill? ¿Lo
                sabes?
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