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apilando bolsas de arena, alguien dio un grito. Un momento después, todo se
perdía en el atronador rugido de la destrucción. Algunos hombres perdieron el
equilibrio o fueron despedidos hacia atrás. Harold Gardener vio que los edificios
de la acera opuesta de Main se inclinaban hacia adelante. La calle misma se
hundía, rompiéndose. El agua se levantó en olas. Y los edificios de ambas aceras,
uno tras otro, pasaron más allá del centro de gravedad hasta estrellarse contra la
calle: el banco del Nordeste, el Shoeboat, el restaurante Bailley, la tienda de
discos Bandler. Sólo que, a esas alturas, ya no había calle contra la que
estrellarse. La calle había caído dentro del canal, estirada al principio como un
caramelo blando, rota después en bamboleantes trozos de asfalto. Harold vio que
la rotonda de la triple intersección desaparecía bruscamente en un géiser de agua.
Y de pronto comprendió lo que iba a ocurrir.
--¡Salgamos de aquí! -gritó Al Zitner-. ¡El agua se va a acumular! ¡Al! ¡El agua se
va a acumular!
Al Zitner no daba señales de haberlo oído. Tenía la expresión de un sonámbulo
o, quizá, de alguien profundamente hipnotizado. Seguía allí con su chaqueta de
cuadros rojos y azules completamente empapada, su camisa blanca, sus medias
azules y sus zapatos marrones de suela de goma, todo de primera calidad.
Observaba cómo un millón de dólares de sus inversiones personales se hundía en
la calle, más tres o cuatro millones invertidos por sus amigos: los tíos con quienes
jugaba al póquer y al golf o con quienes esquiaba en la propiedad de Rangely. De
pronto, Derry, su ciudad natal, se parecía curiosamente a esa maldita ciudad
donde la gente andaba en góndolas. El agua bullía entre los edificios que aún
estaban en pie. Canal Street terminaba en una especie de trampolín mellado al
borde de un lago revuelto. No era de extrañar que Al Zitner no oyera a Harold.
Pero otros habían llegado a la misma conclusión que Gardener: no se puede
arrojar toda esa porquería en una corriente torrentosa sin causar problemas.
Algunos dejaron las bolsas de arena que acarreaban en las manos y salieron por
piernas. Harold Gardener fue uno de ellos; por lo tanto, sobrevivió. Otros no
tuvieron tanta suerte: aún estaban en las cercanías cuando el canal, ya ahogado
por toneladas de asfalto, cemento, ladrillo, yeso, vidrio y unos cuatro millones de
dólares en mercancías diversas desbordó sus límites de cemento y arrastró por
igual a hombres y bolsas de arena. Harold no podía dejar de pensar que el agua
quería atraparlo; por mucho que corriera, le seguía, cada vez más cerca. Por fin
escapó trepando a fuerza de uñas por un empinado terraplén cubierto de
matorrales. En una ocasión miró hacia atrás y vio a un hombre a quien creyó
reconocer como Roger Lernerd, jefe del departamento de préstamos de la
cooperativa Harold. Trataba de poner en marcha su automóvil estacionado en el
aparcamiento de la minigalería de Canal Street. Aun sobre el rugir del agua y el
viento aullante, Harold oyó el motor del coche mientras el agua negra y lisa corría
a ambos lados hasta la altura del chasis. Por fin, con un grito grave y atronador, el
Kenduskeag se salió de cauce e invadió la minigalería llevándose el coche rojo de
Roger Lernerd. Harold siguió trepando, aferrado a ramas, raíces, cualquiera cosa
que soportara su peso. Subir a tierras altas: ésa era la consigna. Tal como habría
dicho Andrew Keene, esa mañana Harold Gardener estaba obsesionado con las
tierras altas. Detrás de él, el centro de Derry seguía derrumbándose con un
estruendo de artillería.