Page 765 - Microsoft Word - King, Stephen - IT _Eso_.DOC.doc
P. 765

apilando bolsas de arena, alguien dio un grito. Un momento después, todo se
                perdía en el atronador rugido de la destrucción. Algunos hombres perdieron el
                equilibrio o fueron despedidos hacia atrás. Harold Gardener vio que los edificios
                de la acera opuesta de Main se inclinaban hacia adelante. La calle misma se
                hundía, rompiéndose. El agua se levantó en olas. Y los edificios de ambas aceras,
                uno tras otro, pasaron más allá del centro de gravedad hasta estrellarse contra la
                calle: el banco del Nordeste, el Shoeboat, el restaurante Bailley, la tienda de
                discos Bandler. Sólo que, a esas alturas, ya no había calle contra la que
                estrellarse. La calle había caído dentro del canal, estirada al principio como un
                caramelo blando, rota después en bamboleantes trozos de asfalto. Harold vio que
                la rotonda de la triple intersección desaparecía bruscamente en un géiser de agua.
                Y de pronto comprendió lo que iba a ocurrir.
                   --¡Salgamos de aquí! -gritó Al Zitner-. ¡El agua se va a acumular! ¡Al! ¡El agua se
                va a acumular!
                   Al Zitner no daba señales de haberlo oído. Tenía la expresión de un sonámbulo
                o, quizá, de alguien profundamente hipnotizado. Seguía allí con su chaqueta de
                cuadros rojos y azules completamente empapada, su camisa blanca, sus medias
                azules y sus zapatos marrones de suela de goma, todo de primera calidad.
                Observaba cómo un millón de dólares de sus inversiones personales se hundía en
                la calle, más tres o cuatro millones invertidos por sus amigos: los tíos con quienes
                jugaba al póquer y al golf o con quienes esquiaba en la propiedad de Rangely. De
                pronto, Derry, su ciudad natal, se parecía curiosamente a esa maldita ciudad
                donde la gente andaba en góndolas. El agua bullía entre los edificios que aún
                estaban en pie. Canal Street terminaba en una especie de trampolín mellado al
                borde de un lago revuelto. No era de extrañar que Al Zitner no oyera a Harold.
                Pero otros habían llegado a la misma conclusión que Gardener: no se puede
                arrojar toda esa porquería en una corriente torrentosa sin causar problemas.
                Algunos dejaron las bolsas de arena que acarreaban en las manos y salieron por
                piernas. Harold Gardener fue uno de ellos; por lo tanto, sobrevivió. Otros no
                tuvieron tanta suerte: aún estaban en las cercanías cuando el canal, ya ahogado
                por toneladas de asfalto, cemento, ladrillo, yeso, vidrio y unos cuatro millones de
                dólares en mercancías diversas desbordó sus límites de cemento y arrastró por
                igual a hombres y bolsas de arena. Harold no podía dejar de pensar que el agua
                quería atraparlo; por mucho que corriera, le seguía, cada vez más cerca. Por fin
                escapó trepando a fuerza de uñas por un empinado terraplén cubierto de
                matorrales. En una ocasión miró hacia atrás y vio a un hombre a quien creyó
                reconocer como Roger Lernerd, jefe del departamento de préstamos de la
                cooperativa Harold. Trataba de poner en marcha su automóvil estacionado en el
                aparcamiento de la minigalería de Canal Street. Aun sobre el rugir del agua y el
                viento aullante, Harold oyó el motor del coche mientras el agua negra y lisa corría
                a ambos lados hasta la altura del chasis. Por fin, con un grito grave y atronador, el
                Kenduskeag se salió de cauce e invadió la minigalería llevándose el coche rojo de
                Roger Lernerd. Harold siguió trepando, aferrado a ramas, raíces, cualquiera cosa
                que soportara su peso. Subir a tierras altas: ésa era la consigna. Tal como habría
                dicho Andrew Keene, esa mañana Harold Gardener estaba obsesionado con las
                tierras altas. Detrás de él, el centro de Derry seguía derrumbándose con un
                estruendo de artillería.
   760   761   762   763   764   765   766   767   768   769   770