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(todavía no), pero sí la torre-depósito. Sólo Andrew Keene, el nieto de Norbert
Keene, presenció lo ocurrido, pero esa mañana había fumado tanta marihuana
que, en un primer momento, lo consideró una alucinación. Vagaba por las calles
inundadas de Derry desde las ocho, aproximadamente desde la misma hora en
que el doctor Hale ascendiera a ejercer como médico de cabecera en el cielo.
Estaba empapado hasta los huesos (exceptuando los treinta gramos de hierba
protegidos bajos la axila) pero no se daba cuenta. Sus ojos se dilataron de
incredulidad. Había llegado al Memorial Park, que se elevaba en la ladera de la
colina de la torre-depósito. Y a menos que estuviera viendo mal, la torre tenía una
marcada inclinación, como esa chapuza que habían hecho en Pisa y que figuraba
en todas las cajas de fideos. "¡Vaya!", exclamó Andrew Keene, abriendo los ojos
(a esa altura parecían conectados a pequeños resortes) mientras empezaban los
ruidos de madera astillada. La inclinación de la torre se tornaba más y más
pronunciada ante ese espectador de vaqueros pegados a unas pantorrillas flacas
y diadema empapada que le chorreaba en los ojos.
Por el lado del centro se estaban desprendiendo las ripias blancas, soltando
chorritos. Y a unos seis metros de altura, sobre los cimientos de piedra, acababa
de abrirse una nítida grieta. De pronto empezó a brotar agua por esa grieta; las
ripias soltaban bocanadas al viento. La torre empezó a emitir un ruido crujiente,
como si cediera, y Andrew la vio moverse como la manecilla de un gran reloj que
pasara de las doce a la una, de la una a las, dos. La bolsita de marihuana se le
cayó de la axila y quedó dentro de la camisa, cerca del cinturón. Ni siquiera se dio
cuenta. Estaba totalmente absorto. Desde el interior de la torre-depósito surgían
ruidos vibrantes, como si se estuvieran rompiendo las cuerdas de la guitarra más
grande del mundo: eran los cables instalados dentro del cilindro para equilibrar la
presión del agua. La torre empezó a inclinarse más y más. Tablas y vigas se
desgarraban. Las astillas saltaban al aire y se arremolinaban en el viento. "Esto es
una locura", chilló Andrew Keene, pero su comentario se perdió en el estruendo
final de la torre bajo siete mil toneladas de agua que brotaron por el lado roto.
Aquello provocó una ola gris inmensa. Si Andrew Keene hubiera estado colina
abajo, habría abandonado el mundo sin pérdida de tiempo. Pero Dios protege a
los borrachos, a los niños pequeños y a los drogados hasta el tuétano. Andrew
estaba en un sitio desde donde podía verlo todo sin ser tocado por una sola gota.
"Fantásticos efectos especiales", vociferó, mientras el agua arrollaba el Memorial
Park y barría el reloj de sol junto al cual un niño llamado Stan Uris solía observar
los pájaros con los binoculares de su padre. "¡Steven Spielberg, muérete de
envidia!" También voló el baño para pájaros. Andrew lo vio por un momento danto
vueltas y vueltas antes de desaparecer. Una hilera de arces y abetos que
separaban el parque de Kansas Street cayó como una fila de bolos. Al caer
arrastraron los cables de energía eléctrica. El agua corría por la calle. Empezaba a
parecerse más a agua que a esa pasmosa muralla que había arrasado el reloj de
sol, el baño para pájaros y los árboles, pero aún tuvo potencia suficiente para
barrer diez o doce casas al otro lado de Kansas, arrancándolas de sus cimientos
para arrojarlas a Los Barrens. Se desprendieron con horrible facilidad, casi todas
aún enteras. Andrew reconoció una de ellas; pertenecía a la familia Karl
Massensik. El señor Massensik había sido su maestro de sexto curso, un
verdadero cancerbero. Mientras la casa se iba cuesta abajo, Andrew vio que aún