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--Nos equivocamos también en otros lugares -continúa Eddie, sin prestarle
atención-. Si conseguimos volver, creo que no habrá problemas.
Forman una fila torpe: Eddie adelante, Beverly segunda, con la mano en el
hombro del primero, tal como la de Mike está sobre el suyo. Vuelven a caminar
más aprisa. Eddie no da muestras de nervios ni de preocupación.
"Volvemos a casa -piensa Beverly, estremecida de alivio y regocijo-. A casa, sí, y
eso será bueno. Hemos hecho lo que vinimos a hacer y ahora podemos volver a
ser sólo chicos. Y eso también es bueno."
Mientras avanzan por la oscuridad, oye que el rumor del agua corriente está
cada vez más cerca.
XXIII. La salida.
1. Derry, 9.00/10.00.
A las 9.10, en Derry, la velocidad del viento se mantenía a un promedio de 83
km"h, con ráfagas de hasta 105. El anemómetro del Palacio de Justicia registró
una ráfaga de 122; luego, la aguja bajó a cero: el viento había arrancado el cuenco
giratorio del techo haciéndolo volar en la penumbra barrida por la lluvia. Como el
barco de papel de George Denbrough, jamás se lo volvió a ver. A las 9.30, lo que
el Departamento de Aguas declara imposible no parecía sólo posible, sino
inminente: que el centro de Derry se inundara por primera vez desde agosto de
1958 al atascarse o derrumbarse, durante una gran tormenta de lluvia, muchas de
las cloacas viejas. A las 9.45, coches y furgonetas empezaron a descargar
hombres malhumorados a ambos lados del canal. El viento hacía batir locamente
sus equipos de lluvia. Por primera vez desde octubre de 1957 se había decidido
amontonar bolsas de arena junto a los lados de cemento del canal. La arcada
donde se hacía subterráneo, bajo la triple intersección de la zona céntrica, estaba
llena casi hasta el tope. Las calles Main y Canal y el pie de Up-Mile Hill estaban
intransitables, como no fuera a pie. Quienes chapoteaban apresuradamente para
colaborar en el operativo de refuerzo con bolsas de arena, sentían que las calles
mismas se estremecían bajo el frenético fluir del agua, así como una autopista
elevada tiembla cuando dos grandes camiones se adelantan. Pero se trataba de
una vibración regular y esos hombres se alegraron de estar en la parte norte de la
ciudad, lejos de ese rumor, más intuido que oído.
Harold Gardener gritó a Alfred Zitner, propietario de la inmobiliaria Zitner, de la
zona Oeste, preguntándole si las calles irían a desmoronarse. Zitner dijo que antes
se congelaría el infierno. Harold imaginó por un instante a Adolf Hitler y a Judas
Iscariote repartiendo patines para hielo, pero siguió cargando bolsas. Faltaban
apenas siete u ocho centímetros para que el agua alcanzara los bordes del canal.
En Los Barrens, el Kenduskeag ya se había salido de cauce y, hacia mediodía, los
frondosos matorrales y los arbustos asomarían apenas en un vasto y maloliente
lago. Los hombres seguían trabajando, deteniéndose sólo cuando se acababan
las bolsas de arena... pero a las 9.50 quedaron petrificados ante un gran ruido de
desgarramiento. Más tarde, Harold Gardener contó a su mujer que creyó que
había llegado el fin del mundo. No era el centro lo que se estaba derrumbando