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Entonces se quedó en la oscuridad, sola con el ruido de la tela que caía y el
peso inerte de Eddie. No quería soltarlo, no quería apoyar su cara en el sucio
suelo de ese lugar. Por eso retuvo su cabeza en el hueco de un brazo que se
había entumecido en su mayor parte, apartándole el pelo de la frente húmeda.
Pensó en los pájaros. Probablemente era algo tomado de Stan. Pobre Stan, que
no había podido enfrentarse a "Eso".
"Para todos ellos, yo fui el primer amor."
Trató de recordarlo; era algo hermoso en que pensar en medio de tanta
oscuridad amenazadora. Así se sentía menos sola. Al principio, el recuerdo no
cristalizó. Se interponía la imagen de los pájaros: cuervos, grajos y estorninos,
aves de primavera que volvían cuando la nieve fundida aún corría por las calles y
las últimas capas de blancura sucia se aferraban tercamente a los sitios
sombreados.
Al parecer, era siempre en un día nublado cuando se oían y se veían esos
pájaros primaverales. Entonces una se preguntaba de dónde venían. De pronto
estaban allí en Derry, colmando el aire con su cháchara ruidosa. Se alineaban en
los cables de teléfono y en los tejados de las casas victorianas de Broadway
Oeste. Peleaban por un puesto en las ramas de aluminio de la complicada antena
de televisión que coronaba el bar de Wally. Sobrecargaban las ramas negras y
mojadas de los olmos, en el tramo inferior de Main Street. Se posaban a conversar
con las voces chillonas de viejas campesinas en la feria. Y de pronto, ante una
señal que los humanos no reconocían, alzaban vuelo a un tiempo ennegreciendo
el cielo con su número... para descender en otra parte.
"Sí, los pájaros. Pensaba en ellos porque tenía vergüenza. Fue mi padre quien
me inspiró esa vergüenza, supongo, y tal vez también por culpa de "Eso"."
Llegó el recuerdo, el recuerdo oculto tras los pájaros, pero vago y desarticulado.
Tal vez siempre seria así. Había....
Sus pensamientos se interrumpieron al darse cuenta de que Eddie
12. Amor y deseo, 10 de agosto de 1958.
es el primero en venir, porque es el más asustado. Se acerca a ella, no como su
amigo del verano, sino como habría acudido a su madre sólo tres o cuatro años
antes: para recibir consuelo; no se aparta de su suave desnudez; en un principio ni
siquiera parece sentirla. Está temblando y, aunque ella lo abraza, la oscuridad es
tan perfecta que no puede verlo ni aun a esa distancia. Aparte del duro yeso, es
como abrazar a un fantasma.
--¿Qué quieres? -le pregunta él.
--Pon tu cosa dentro de mí -dice ella.
Él trata de apartarse, pero Beverly lo retiene hasta que él cede. Ha oído que
alguien (Ben, probablemente) ahogaba una exclamación.
--No puedo hacerlo, Bevvie. No sé cómo.
--Creo que es fácil. Pero tendrás que desnudarte. -Piensa en lo intrincado de
separar yeso y camisa para luego volver a reunirlos y se corrige-. Los pantalones,
al menos.
--¡No, no puedo!