Page 32 - La sangre manda
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—¿En serio? ¡Veamos alguno!

                    Así que durante la siguiente media hora vimos tráilers de películas que de
               lo contrario habríamos tenido que ver en un cine.
                    El  señor  Harrigan  se  habría  mesado  los  cabellos.  Los  pocos  que  le
               quedaban.





               Cuando volvía de casa del señor Harrigan aquel día de marzo de 2008, estaba
               casi  seguro  de  que  se  equivocaba  en  una  cosa.  «Seguramente  no  lo  usaré

               mucho»,  había  dicho,  pero  yo  había  advertido  la  expresión  de  su  rostro  al
               examinar el mapa que mostraba los cierres de Coffee Cow. Y la prontitud con
               que  había  accedido  a  utilizar  su  nuevo  teléfono  para  llamar  a  alguien  de
               Nueva York. (En parte su abogado, en parte su gestor, como averiguaría más

               tarde, no su agente).
                    Y acerté. El señor Harrigan usó bastante ese teléfono. Fue como la vieja
               tía solterona que, por probar, toma un sorbo de coñac después de sesenta años
               de  abstinencia  y  se  convierte  en  discreta  alcohólica  casi  de  la  noche  a  la

               mañana. Al poco tiempo, el iPhone estaba siempre en la mesilla junto a su
               sillón  preferido  cuando  yo  llegaba  por  la  tarde.  Ignoro  a  cuánta  gente
               telefoneaba,  pero  sí  sé  que  a  mí  me  llamaba  casi  todas  las  noches  para
               hacerme  alguna  que  otra  pregunta  sobre  las  posibilidades  de  su  nueva

               adquisición.  Una  vez  me  dijo  que  era  como  un  antiguo  buró,  lleno  de
               cajoncitos y escondrijos y casillas que fácilmente podían pasarse por alto.
                    Encontró la mayoría de los escondrijos y casillas él mismo (recurriendo a
               diversas fuentes por internet), pero al principio lo ayudé yo; lo capacité, por

               así decirlo. Cuando me dijo que detestaba el remilgado toque de xilófono que
               sonaba  al  recibir  una  llamada  entrante,  se  lo  cambié  por  un  fragmento  de
               «Stand  By  Your  Man»  cantada  por  Tammy  Wynette.  Al  señor  Harrigan  le
               pareció muy gracioso. Le enseñé a poner el teléfono en silencio para que no lo

               molestara cuando se echaba la siesta por la tarde, a programar la alarma y a
               grabar un mensaje para cuando no le apeteciera contestar. (El suyo era de una
               concisión ejemplar: «Ahora no atiendo el teléfono. Le devolveré la llamada si
               lo  considero  oportuno»).  Empezó  a  desenchufar  el  teléfono  fijo  durante  su

               cabezada  diaria,  y  me  fijé  en  que  cada  vez  lo  dejaba  más  tiempo
               desenchufado. Me enviaba mensajes de texto, que hace diez años llamábamos
               IM.  En  el  campo  de  detrás  de  su  casa,  sacaba  fotografías  de  setas  con  el
               teléfono  y  las  enviaba  por  correo  electrónico  para  que  las  identificaran.







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