Page 33 - La sangre manda
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Tomaba notas mediante la función correspondiente y descubría vídeos de sus

               artistas country preferidos.
                    «Esta  mañana  he  perdido  una  hora  de  hermosa  luz  veraniega  viendo
               vídeos de George Jones», me dijo más adelante ese año con una mezcla de
               vergüenza y un peculiar orgullo.

                    En una ocasión le pregunté por qué no se compraba un portátil. Podría
               hacer todo lo que había aprendido a hacer con el teléfono, y en la pantalla más
               grande  vería  a  Porter  Wagoner  en  todo  su  enjoyado  esplendor.  El  señor
               Harrigan se limitó a menear la cabeza y reírse.

                    —Apártate  de  mí,  Satanás.  Es  como  si  me  hubieras  enseñado  a  fumar
               marihuana y disfrutarlo y ahora dijeras: «Si le gusta la hierba, seguro que le
               gustará la heroína». Me parece que no, Craig. Con esto me basta. —Y dio
               unas  afectuosas  palmadas  al  teléfono,  como  si  tocara  a  un  pequeño  animal

               dormido. Un cachorro, por decir algo, que por fin ha aprendido a hacer sus
               necesidades fuera de casa.





               En otoño de 2008 leímos ¿Acaso no matan a los caballos?, y una tarde el
               señor  Harrigan  me  interrumpió  antes  de  tiempo  (dijo  que  todos  esos
               maratones de baile eran agotadores) y entramos en la cocina, donde la señora
               Grogan  había  dejado  un  plato  con  galletas  de  avena.  El  señor  Harrigan

               caminaba  despacio,  apoyándose  en  sus  bastones.  Yo  lo  seguía,  con  la
               esperanza de poder sostenerlo si se caía.
                    Se sentó con un gruñido y una mueca, y cogió una galleta.
                    —La  buena  de  Edna  —dijo—.  Me  encantan,  y  desde  luego  ayudan  a

               soltar lastre. Sirve un vaso de leche para cada uno, ¿quieres, Craig?
                    Mientras estaba en ello, acudió a mi mente la pregunta que tantas veces se
               me había olvidado hacerle.
                    —¿Por qué se mudó aquí, señor Harrigan? Podría vivir en cualquier sitio.

                    Cogió su vaso de leche y, como siempre, lo alzó a modo de brindis, y yo,
               como siempre, lo imité.
                    —¿Tú  dónde  vivirías,  Craig?  Si  pudieras,  como  tú  dices,  vivir  en
               cualquier sitio.

                    —A lo mejor en Los Ángeles, donde hacen las películas. Podría empezar
               desde abajo, dedicándome al transporte de equipo o algo así, y luego abrirme
               camino. —A continuación le desvelé un gran secreto—. O a lo mejor podría
               escribir para el cine.

                    Pensé que quizá se reiría, pero no fue así.




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