Page 38 - La sangre manda
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Una de las manos cayó del regazo y le quedó colgando entre las piernas.
Se ladeó un poco más. Advertí entre sus labios los raigones amarillentos de
los dientes. Aun así, pensé que, antes de llamar a alguien, debía asegurarme
totalmente de que no estaba solo inconsciente o se había desmayado. Me
asaltó un recuerdo, breve pero muy vivo, de mi madre leyéndome el cuento
del niño que anunciaba la llegada del lobo.
Con las piernas como entumecidas, fui al cuarto de baño del pasillo, el
que la señora Grogan llamaba «tocador», y volví con el espejo de mano que el
señor Harrigan tenía en el estante. Lo sostuve ante su boca y su nariz. No lo
empañó un aliento cálido. Entonces lo supe con certeza (aunque, volviendo la
vista atrás, estoy casi seguro de que en realidad lo sabía ya cuando la mano
cayó del regazo y quedó colgando entre las piernas). Me hallaba en el salón
en compañía de un muerto, ¿y si alargaba el brazo y me agarraba? Él no haría
una cosa así, naturalmente. Yo le caía bien, me tenía aprecio, pero recordé la
expresión de sus ojos al decir —¡solo el día anterior, cuando aún vivía!—
que, de ser más joven, cogería por los huevos esa nueva fuente de ingresos y
apretaría. Y la forma en que había cerrado el puño para mayor claridad.
«Verás que muchos opinan que fui despiadado», había dicho.
Los muertos no alargaban el brazo para agarrarte más que en las películas
de terror, los muertos no eran despiadados, los muertos no eran nada. Así y
todo, me alejé del señor Harrigan mientras me sacaba el móvil del bolsillo
trasero y no aparté la mirada de él cuando llamé a mi padre.
Mi padre dijo que seguramente no me equivocaba, pero, por si acaso,
enviaría una ambulancia. ¿Quién era el médico del señor Harrigan? ¿Lo
sabía? Contesté que no tenía médico (y bastaba con verle los dientes para
saber que desde luego tampoco tenía dentista). Añadí que esperaría allí, y eso
hice. Pero salí de la casa. Antes de marcharme, pensé en ponerle la mano
caída de nuevo en el regazo. Estuve a punto, pero al final no reuní valor para
tocarlo. Estaría frío.
En lugar de eso, cogí su iPhone. No fue un robo. Creo que me empujó a
ello la aflicción, porque empezaba a tomar conciencia de la pérdida. Quería
algo que fuera suyo. Algo que le importara.
Imagino que aquel fue el mayor funeral que se había celebrado en nuestra
iglesia. También fue el cortejo fúnebre más largo en el traslado al cementerio,
compuesto sobre todo por coches de alquiler. Asistieron lugareños, claro,
entre otros Pete Bostwick, el jardinero, y Ronnie Smits, quien se había
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