Page 40 - La sangre manda
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Una vez cumplidas mis obligaciones como lector de la Biblia, me senté en

               la primera fila con mi padre y desde allí contemplé el féretro, delimitado en
               los  extremos  por  jarrones  con  azucenas.  La  nariz  del  señor  Harrigan
               sobresalía como la proa de un barco. Me dije que no debía mirarla, ni pensar
               que era graciosa u horrible (o las dos cosas), sino recordarlo a él tal como era.

               Un buen consejo, pero la vista se me iba hacia allí una y otra vez.
                    Cuando  el  reverendo  concluyó  su  breve  sermón,  alzó  la  mano  con  la
               palma hacia abajo en dirección a los dolientes reunidos y dio la bendición.
                    —Ahora  —dijo  después—  aquellos  de  vosotros  que  deseéis  pronunciar

               unas últimas palabras de despedida podéis acercaros al féretro.
                    Cuando la gente se levantaba, se oyó un susurro de ropa y voces. Virginia
               Hatlen empezó a tocar el órgano muy suavemente, y caí en la cuenta —con
               una extraña sensación que en ese momento no reconocí pero que años más

               tarde  describiría  como  surrealismo—  de  que  era  un  popurrí  de  canciones
               country, entre ellas «Wings of a Dove» de Ferlin Husky, «I Sang Dixie» de
               Dwight  Yoakam  y,  por  supuesto,  «Stand  By  Your  Man».  Así  que  el  señor
               Harrigan  incluso  había  dejado  instrucciones  con  respecto  a  la  música  de

               cierre,  y  pensé:  Bravo  por  él.  Empezaba  a  formarse  una  fila,  en  la  que  se
               entremezclaban  los  lugareños  con  sus  americanas  de  sport  y  pantalones
               caquis y los neoyorquinos con sus trajes y zapatos caros.
                    —¿Y tú, Craig? —musitó mi padre—. ¿Quieres verlo por última vez o no

               te hace falta?
                    Yo quería algo más que eso, pero no podía decírselo. Del mismo modo
               que no podía decirle lo mal que me sentía. Tomé conciencia de mis propias
               emociones en ese momento. No me asaltaron mientras leía el texto bíblico, tal

               como le había leído a él muchas otras cosas, sino mientras estaba allí sentado,
               viendo sobresalir su nariz. Cayendo en la cuenta de que su ataúd era un barco
               e iba a llevárselo en su último viaje. Uno que descendía hacia la oscuridad.
               Deseé  llorar,  y  lloré,  pero  más  tarde,  en  privado.  Ciertamente  prefería  no

               hacerlo allí, entre desconocidos.
                    —Sí, pero quiero ponerme al final de la cola. Quiero ser el último.
                    Mi padre, gracias a Dios, no me preguntó por qué. Se limitó a darme un
               apretón  en  el  hombro  y  se  puso  en  la  fila.  Yo  fui  al  vestíbulo,  un  poco

               incómodo con una chaqueta de sport que me iba justa de hombros porque por
               fin había empezado a dar el estirón. Cuando los últimos de la fila se hallaban
               más o menos en la mitad del pasillo central y tuve la certeza de que ya no se
               sumaría nadie más, me coloqué detrás de un par de hombres trajeados que

               hablaban en voz baja sobre —cómo no— las acciones de Amazon.




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