Page 39 - La sangre manda
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ocupado  de  la  mayor  parte  de  las  obras  de  la  casa  (y  sin  duda  se  había

               enriquecido con ello), y la señora Grogan, el ama de llaves. Estaban también
               presentes otros vecinos del pueblo, porque en Harlow la gente lo apreciaba,
               pero en su mayoría los dolientes (si es que sentían dolor, y no habían ido solo
               a cerciorarse de que el señor Harrigan había muerto de verdad) eran hombres

               de negocios de Nueva York. No acudió ningún familiar. O sea, cero, ni uno,
               nadie.  Ni  siquiera  una  sobrina  o  un  primo  lejano.  No  se  había  casado,  no
               había tenido hijos —tal vez una de las razones por las que al principio mi
               padre tuvo sus dudas sobre mis visitas a la casa— y había sobrevivido a todos

               los demás. Por eso fue el niño de su calle, el chaval al que pagaba para que
               fuera a leerle, quien lo encontró.
                    El señor Harrigan debía de saber que tenía los días contados, porque en la
               mesa  de  su  despacho  encontraron  una  hoja  de  su  puño  y  letra  en  la  que

               especificaba  exactamente  cómo  quería  que  se  realizaran  sus  ritos  fúnebres.
               Era muy sencillo. La funeraria Hay & Peabody tenía anotado en sus libros de
               contabilidad un depósito en metálico desde 2004, una suma que bastaba para
               cubrir todos los gastos con holgura. No habría velatorio ni horario de visita,

               pero quería estar «adecentado, en la medida de lo posible» para que el ataúd
               pudiera mantenerse abierto durante el funeral.
                    Oficiaría el reverendo Mooney, y yo leería el capítulo cuarto de la Carta a
               los Efesios: «Sed mutuamente afables, compasivos, perdonándoos los unos a

               los otros, así como también Dios os ha perdonado a vosotros por Jesucristo».
               Vi  que  algunos  de  los  asistentes  con  aspecto  de  hombres  de  negocios
               intercambiaban miradas al oírlo, como si el señor Harrigan no hubiera hecho
               gala de gran bondad con ellos, ni se hubiera mostrado demasiado pródigo con

               el perdón.
                    Quería tres himnos: «Abide With Me», «The Old Rugged Cross» e «In the
               Garden». Quería que la homilía del reverendo Mooney no durara más de diez
               minutos, y el reverendo concluyó en solo ocho, antes de lo previsto y, creo,

               todo un récord para él. En esencia, se limitó a enumerar todo lo que el señor
               Harrigan  había  hecho  por  Harlow,  como  financiar  la  reforma  del  pabellón
               Eureka Grange y reparar el puente cubierto del río Royal. También aportó la
               donación final en la recaudación de fondos para la piscina comunitaria, dijo el

               reverendo, pero rehusó el privilegio de que le pusieran su nombre.
                    El reverendo no explicó por qué, pero yo lo sabía. El señor Harrigan dijo
               que permitir que se pusiera tu nombre a algo no solo era absurdo, sino a la vez
               indigno y efímero. Al cabo de cincuenta años, añadió, o incluso veinte, eras

               solo un nombre en una placa a la que nadie prestaba atención.




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