Page 43 - La sangre manda
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uno pasaba de los ochenta, podía comer todo el picadillo de carne en conserva

               que quisiera.
                    Pero mantuve la boca cerrada.
                    Esa vez fue el reverendo Mooney quien leyó un texto de la Biblia, ese
               sobre la gran mañana del despertar en que todos nos levantaremos de entre los

               muertos  como  Lázaro.  Impartió  otra  bendición,  y  se  acabó.  Cuando  nos
               fuéramos, de vuelta a nuestra vida normal, depositarían al señor Harrigan en
               la fosa (con su iPhone en el bolsillo, gracias a mí), y la tierra lo cubriría, y el
               mundo no lo vería nunca más.

                    Cuando mi padre y yo nos íbamos, se acercó a nosotros el señor Rafferty.
               Dijo  que  su  vuelo  de  regreso  a  Nueva  York  salía  a  la  mañana  siguiente  y
               preguntó si podía pasarse por nuestra casa esa noche. Añadió que tenía algo
               de lo que hablar con nosotros.

                    En un primer momento, temí que pudiera guardar relación con el iPhone
               sustraído, pero no me explicaba cómo podía saber el señor Rafferty que me lo
               había llevado yo; además, se lo había devuelto a su legítimo dueño. Si me
               pregunta, pensé, le diré que, para empezar, fui yo quien se lo regaló. ¿Y qué

               importancia  podía  tener  un  teléfono  de  seiscientos  pavos  cuando  el
               patrimonio del señor Harrigan debía de alcanzar un valor exorbitante?
                    —Cómo  no  —contestó  mi  padre—.  Venga  a  cenar.  Preparo  unos
               espaguetis a la boloñesa para chuparse los dedos. Cenamos a eso de las seis.

                    —Le tomo la palabra —dijo el señor Rafferty. Sacó un sobre blanco con
               mi  nombre  escrito  a  mano  en  una  letra  que  reconocí—.  Puede  que  esto
               explique  mi  interés  en  hablar  con  ustedes  al  respecto.  Lo  recibí  hace  dos
               meses con instrucciones de guardarlo hasta… hummm… una ocasión como

               esta.
                    En cuanto estuvimos en el coche, mi padre se echó a reír, a carcajadas y
               con  lágrimas  en  los  ojos.  Se  rio  y  golpeó  el  volante;  se  rio  y  se  golpeó  el
               muslo, y se enjugó las mejillas, y luego se rio un poco más.

                    —¿Qué  pasa?  —pregunté  cuando  empezó  a  serenarse—.  ¿Qué  te  hace
               tanta gracia?
                    —No  se  me  ocurre  qué  otra  cosa  podría  ser  —dijo.  Ya  no  reía  a
               mandíbula batiente, pero aún se le escapaba alguna risita.

                    —¿De qué demonios hablas?
                    —Sospecho que te ha mencionado en su testamento, Craig. Abre eso. A
               ver qué dice.
                    El  sobre  contenía  una  sola  hoja,  y  era  el  característico  comunicado  de

               Harrigan:  sin  sentimentalismos,  ni  siquiera  un  «Apreciado»  en  el




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