Page 46 - La sangre manda
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—Y él tuvo la suerte de tener a Craig —añadió mi padre en voz baja, y

               me rodeó los hombros con el brazo.
                    Ante eso, se me formó un nudo en la garganta y, cuando el señor Rafferty
               se fue y me encontraba ya en mi habitación, lloré un poco. Procuré no hacer
               ruido para que mi padre no me oyera. Quizá lo conseguí, o quizá me oyó y

               supo que quería estar solo.
                    Cuando cesaron las lágrimas, encendí mi móvil, abrí Safari e introduje las
               palabras  clave  guionista  y  starlet.  El  chiste,  que  supuestamente  tenía  su
               origen  en  un  novelista  llamado  Peter  Feibleman,  trata  de  una  starlet  tan

               desinformada que se folló al guionista. Probablemente ya lo habrán oído. Yo
               no lo conocía, pero capté la idea que el señor Harrigan intentaba transmitir.





               Esa  noche,  alrededor  de  las  dos,  me  despertó  un  trueno  lejano,  y  cobré
               consciencia de nuevo de que el señor Harrigan había muerto. Yo estaba en mi
               cama, y él yacía bajo tierra. Vestía un traje y lo vestiría eternamente. Tenía las
               manos  entrelazadas,  y  así  seguirían  hasta  que  fueran  solo  huesos.  Si  llovía

               después de ese trueno, tal vez el agua se filtrase y humedeciese su ataúd. No
               había  encima  cemento  ni  ninguna  forma  de  revestimiento;  él  lo  había
               especificado así en lo que la señora Grogan llamaba su «carta no entregada».
               Con el paso del tiempo, la tapa se pudriría. Lo mismo ocurriría con el traje. El

               iPhone, de plástico, duraría mucho más que el traje o el ataúd, pero al final
               desaparecería también. Nada era eterno, a excepción, quizá, de la mente de
               Dios, y a los trece años yo ya tenía mis dudas a ese respecto.
                    De pronto me asaltó la necesidad de oír su voz.

                    Y, caí en la cuenta, era posible.
                    Resultaba escalofriante (tanto más a las dos de la madrugada), y macabro,
               lo sabía, pero también sabía que, si lo hacía, podría volver a dormirme. Así
               que llamé, y se me erizó el vello al tomar conciencia de la elemental realidad

               de la tecnología móvil: en algún lugar del cementerio de Elm, bajo tierra, en
               el bolsillo de un muerto, Tammy Wynette cantaba dos versos de «Stand By
               Your Man».
                    Después llegó su voz a mi oído, clara y serena, solo un poco cascada por

               la  edad:  «Ahora  no  atiendo  el  teléfono.  Le  devolveré  la  llamada  si  lo
               considero oportuno».
                    ¿Y si en efecto me devolvía la llamada?
                    Corté la comunicación aun  antes de que  sonara el pitido  y regresé a  la

               cama. Cuando me disponía a taparme, cambié de idea, me levanté y telefoneé




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