Page 50 - La sangre manda
P. 50

—Una disposición. Muy considerado por tu parte. Aunque a lo mejor te

               dice que no te metas donde no te llaman. Es una norteña de la vieja escuela
               esa mujer.
                    —Si no le ha dejado nada, me gustaría cederle parte de lo mío —dije.
                    Sonrió y me dio un beso en la mejilla.

                    —Eres un buen chico. Tu madre estaría orgullosa de ti. ¿Seguro que ya te
               encuentras bien?
                    —Sí.
                    Para demostrarlo, me comí unos huevos con tostadas, pese a que no me

               apetecían.  Mi  padre  debía  de  estar  en  lo  cierto:  una  contraseña  robada,  un
               teléfono clonado, una broma pesada y cruel. Sin duda no había sido el señor
               Harrigan, a quien le habían revuelto las entrañas como si fueran una ensalada
               y le habían sustituido la sangre por líquido de embalsamar.





                    Mi padre se fue a trabajar y yo me acerqué a la casa del señor Harrigan.
               La  señora  Grogan  pasaba  la  aspiradora  por  el  salón.  A  diferencia  de  otras

               veces, no cantaba, pero se la veía bastante serena y, cuando terminé de regar
               las plantas, me preguntó si me apetecía ir a la cocina a tomarme un té en su
               compañía («una tacita de alegría», como decía ella).
                    —También hay galletas —añadió.

                    Entramos  en  la  cocina,  y  mientras  hervía  el  agua,  le  hablé  del  señor
               Harrigan  y  de  que  me  había  dejado  dinero  en  un  fideicomiso  para  la
               universidad.
                    La  señora  Grogan  asintió  con  toda  naturalidad,  como  si  no  esperara

               menos, y dijo que también ella había recibido un sobre del señor Rafferty.
                    —El jefe me ha dejado bien provista. Más de lo que yo esperaba. Puede
               que más de lo que merezca.
                    Dije que esa misma sensación tenía yo.

                    La  señora  G  llevó  el  té  a  la  mesa,  un  tazón  grande  para  cada  uno.  En
               medio colocó una bandeja de galletas de avena.
                    —A él le encantaban —comentó la señora Grogan.
                    —Sí. Decía que le ayudaban a soltar el lastre.

                    Eso la hizo reír. Cogí una galleta y di un bocado. Mientras masticaba, me
               acordé del texto de la Primera Epístola a los Corintios que había leído en la
               asociación juvenil metodista durante el oficio del Jueves Santo y el Domingo
               de Resurrección hacía solo unos meses: «Y después de dar gracias, lo partió y

               dijo: “Tomad y comed. Este es mi cuerpo que será entregado por vosotros;




                                                       Página 50
   45   46   47   48   49   50   51   52   53   54   55