Page 54 - La sangre manda
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señor Albert Douglas, conocido entre los niños como Al el Beodo o Doug el

               Borrachín.  En  realidad,  ningún  niño  lo  había  visto  jamás  bebido,  pero  por
               aquel entonces era artículo de fe que bebía como una esponja.
                    Ocupó la tarima, dio la bienvenida a la escuela de secundaria de Gates
               Falls  a  «este  grupo  de  excelentes  alumnos  nuevos»  y  expuso  todas  las

               maravillas que nos esperaban en el año académico entrante. Incluían la banda
               de  música,  el  coro,  el  club  de  debate,  el  club  de  fotografía,  los  Futuros
               Granjeros de Estados Unidos y todos los deportes que pudiéramos practicar
               (siempre y cuando fueran béisbol, atletismo, fútbol o lacrosse; la opción del

               fútbol americano no llegaría hasta el instituto). Nos informó sobre los Viernes
               de la  Elegancia,  el  día en  que,  una  vez  al  mes, se  esperaba  que  los  chicos
               llevaran corbata y americana de sport y las chicas vestido (la falda, no más de
               cinco centímetros por encima de la rodilla, por favor). Por último, nos dijo

               que no debía someterse en absoluto a novatadas a los alumnos de fuera del
               pueblo. Es decir, a nosotros. Por lo visto, el año anterior un alumno al que
               habían transferido de Vermont había acabado en el Hospital General Central
               de  Maine  después  de  verse  obligado  a  tragar  tres  botellas  de  Gatorade,  y

               habían  prohibido  esa  tradición.  A  continuación  nos  expresó  sus  mejores
               deseos y nos animó a iniciar lo que llamó «nuestra aventura académica».
                    Mi  temor  ante  la  posibilidad  de  perderme  en  un  nuevo  colegio  enorme
               resultó infundado, porque en realidad no era enorme ni mucho menos. Todas

               mis clases, excepto la séptima, literatura inglesa, eran en la primera planta, y
               me  gustaron  todos  los  profesores.  Tenía  cierto  miedo  a  la  clase  de
               matemáticas,  pero  resultó  que  continuamos  con  el  programa  prácticamente
               donde  yo  lo  había  dejado,  así  que  no  hubo  problema.  Me  sentí  bastante  a

               gusto con todo hasta que llegó el cambio de aula entre la sexta y la séptima
               hora, para el que disponíamos de cuatro minutos.
                    Me dirigí por el pasillo hacia la escalera, dejando atrás los portazos de las
               taquillas,  los  chicos  de  palique  y  el  olor  a  macarrones  a  la  boloñesa

               procedente del comedor. Acababa de llegar a lo alto de la escalera cuando una
               mano me agarró.
                    —Eh, novato. No tan deprisa.
                    Me di la vuelta y vi a un ogro de metro ochenta con el rostro plagado de

               acné. El cabello negro le colgaba hasta los hombros en mechones grasientos.
               Unos  ojos  pequeños  y  oscuros  me  escrutaban  desde  debajo  de  una  frente
               prominente.  Rebosaban  falso  júbilo.  Vestía  vaqueros  de  pitillo  y  botas  de
               motero gastadas. En una mano sostenía una bolsa de papel.

                    —Cógela.




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