Page 59 - La sangre manda
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—Es mía —informó la señorita Hargensen—. Coge un poco si quieres.

               Ponte esto en la nariz, Craig. Aguántalo. ¿Quién os ha traído, chicos?
                    —El padre de Craig —contestó Margie. Contemplaba con los ojos muy
               abiertos aquel territorio recién descubierto. Como era evidente que mi vida no
               corría peligro, se dedicaba a registrarlo todo para comentarlo después con sus

               amigas.
                    —Llámalo —dijo la señorita Hargensen—. Déjale a Margie tu teléfono,
               Craig.
                    Margie llamó a mi padre y le pidió que fuera a recogernos. Él dijo algo.

               Margie escuchó y después contestó:
                    —Bueno,  ha  habido  un  pequeño  problema.  —Escuchó  un  poco  más—.
               Hummm… bueno…
                    Billy cogió el teléfono.

                    —Le  han  dado  una  paliza,  pero  está  bien.  —Escuchó  y  me  tendió  el
               teléfono—. Quiere hablar contigo.
                    Cómo no iba a querer. Después de preguntar si me encontraba bien, quiso
               saber quién había sido. Le dije que no lo sabía, pero que pensaba que quizá

               fuera un chico del instituto que había estado intentando colarse en el baile.
                    —Estoy bien, papá. No le demos mayor importancia, ¿vale?
                    Respondió que sí tenía importancia. Yo insistí en que no. Él repitió que sí.
               Así  seguimos  durante  un  rato,  y  al  final,  tras  exhalar  un  suspiro,  dijo  que

               llegaría lo antes posible. Corté la comunicación.
                    —En principio no puedo darte nada para el dolor —comentó la señorita
               Hargensen—; eso solo puede hacerlo la enfermera del colegio, y con permiso
               de los padres, pero ella no está, así que… —Cogió su bolso, que colgaba de

               una percha junto con su abrigo, y echó un vistazo en el interior—. Chicos, ¿va
               a delatarme alguno de vosotros, con lo que quizá pierda el empleo?
                    Mis tres amigos negaron con la cabeza. Lo mismo hice yo, aunque con
               cuidado. Kenny me había alcanzado en la sien izquierda con un buen gancho.

               Ojalá el muy cabrón se hubiese hecho daño en la mano.
                    La señorita Hargensen sacó un frasco de Aleve.
                    —Mi reserva particular. Billy, tráele un poco de agua.
                    Billy volvió con un vaso de papel. Tragué la pastilla y me sentí mejor de

               inmediato. Así de grande es el poder de la sugestión, sobre todo cuando la
               sugestión parte de una mujer joven y preciosa.
                    —Vosotros tres, ahuecad el ala —ordenó la señorita Hargensen—. Billy,
               ve  al  gimnasio  y  dile  al  señor  Taylor  que  volveré  dentro  de  diez  minutos.







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