Page 58 - La sangre manda
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Black Eyed Peas, lejanos pero audibles. Recuerdo a Kenny de pie ante mí,

               con  la  respiración  agitada,  que  dijo:  «Cuéntaselo  a  alguien  y  eres  hombre
               muerto».  Sin  embargo,  de  todos  esos  recuerdos,  el  que  se  me  quedó  más
               grabado —y atesoro— fue la sublime y brutal satisfacción que sentí cuando
               mi  puño  entró  en  contacto  con  su  cara.  Fue  el  único  golpe  que  pude

               propinarle, pero le di de pleno.
                    Boom Boom Pow.





               Cuando se marchó, saqué el teléfono del bolsillo. Tras asegurarme de que no
               se había roto, llamé a Billy. No se me ocurrió nada más. Contestó cuando el
               timbre sonaba por tercera vez y levantó la voz para hacerse oír por encima del
               canturreo de Flo Rida. Le pedí que saliera y trajera a la señorita Hargensen.

               No quería implicar a un profesor, pero, incluso medio grogui, supe que por
               fuerza ocurriría tarde o temprano, así que decidí adelantarme. Pensé que así
               habría manejado la situación el señor Harrigan.
                    —¿Por qué? ¿Qué pasa, tío?

                    —Me  han  dado  una  paliza  —respondí—.  Creo  que  es  mejor  que  no
               vuelva a entrar. No tengo muy buen aspecto.
                    Salió  al  cabo  de  tres  minutos,  no  solo  con  la  señorita  Hargensen,  sino
               también con Regina y Margie. Mis amigos me miraron consternados el labio

               partido y la nariz ensangrentada. Además, tenía la ropa salpicada de sangre y
               la (flamante) camisa rota.
                    —Acompáñame —me indicó la señorita Hargensen. No pareció inmutarse
               al ver la sangre, el moretón de mi mejilla y la incipiente hinchazón en mi boca

               —. Y vosotros también, todos.
                    —No quiero entrar ahí —contesté, refiriéndome al anexo del gimnasio—.
               No quiero que me vean.
                    —Lo entiendo —dijo ella—. Vamos por aquí.

                    Nos  guio  hacia  una  entrada  en  la  que  se  leía  SOLO  PERSONAL
               AUTORIZADO, abrió con una llave y nos llevó a la sala de profesores. No
               era  lo  que  se  dice  lujosa,  había  visto  muebles  mejores  en  los  jardines  de
               Harlow cuando la gente organizaba subastas, pero había sillas, y me senté en

               una. Cogió un botiquín y mandó a Regina al cuarto de baño en busca de un
               paño frío para aplicármelo en la nariz, que, según dijo, no parecía rota.
                    Regina, cuando volvió, estaba visiblemente impresionada.
                    —¡Ahí dentro hay crema de manos Aveda!







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