Page 57 - La sangre manda
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Otra de esas tradiciones era el Baile de Otoño, inspirado en el día de Sadie

               Hawkins, donde eran las niñas quienes debían invitar a los niños. A mí me
               invitó  Margie  Washburn,  y  por  supuesto  acepté;  quería  seguir  siendo  su
               amigo a pesar de que no me gustaba en ese sentido, no sé si me explico. Le
               pedí a mi padre que nos llevara en coche, a lo cual accedió encantado. Regina

               Michaels invitó a Billy Bogan, así que fue una cita doble. Lo mejor de todo
               fue que, en la hora de estudio, Regina me susurró que había invitado a Billy
               solo porque era amigo mío.
                    Me lo pasé en grande hasta el primer descanso, cuando salí del gimnasio

               para evacuar parte del ponche. Justo llegaba a la puerta de los lavabos cuando
               alguien me agarró por el cinturón con una mano y por la nuca con la otra y me
               empujó  por  el  pasillo  hasta  la  salida  lateral,  que  daba  al  aparcamiento  del
               profesorado.  Si  no  hubiese  extendido  una  mano  para  accionar  la  barra  de

               apertura de la puerta, Kenny me habría empotrado de cara contra ella.
                    Conservo un recuerdo perfecto de lo que siguió. Ignoro por qué son tan
               nítidos los malos recuerdos de la infancia y la primera adolescencia; solo sé
               que es así. Y ese es un recuerdo muy malo.

                    Después del calor del gimnasio (por no hablar de la humedad exudada por
               todos aquellos cuerpos adolescentes en plena floración), el aire de la noche
               me  resultó  sorprendentemente  frío.  Vi  reflejada  la  luz  de  la  luna  en  los
               cromados de los dos coches aparcados, que pertenecían a los supervisores de

               esa noche, el señor Taylor y la señorita Hargensen (a los profesores nuevos
               les endosaban esa tarea porque, como puede adivinarse, era una tradición de
               la  escuela  de  secundaria  de  Gates  Falls).  Oí  el  petardeo  del  silenciador
               averiado  de  algún  coche  en  la  Interestatal  96.  Y  sentí  la  rozadura  en  las

               palmas  de  las  manos  al  caer  en  el  asfalto  del  aparcamiento  cuando  Kenny
               Yanko me tiró de un empujón.
                    —Ahora levántate —ordenó—. Tienes un trabajo pendiente.
                    Me puse en pie. Me miré las palmas de las manos y vi que me sangraban.

                    Encima de uno de los coches aparcados había una bolsa. La cogió y me la
               tendió.
                    —Límpiame las botas. Hazlo y estaremos en paz.
                    —Vete a la mierda —dije, y le asesté un puñetazo en el ojo.

                    Un  recuerdo  perfecto,  ¿vale?  Recuerdo  todas  las  veces  que  me  pegó:
               cinco golpes en total. Recuerdo que, con el último, me arrojó contra la pared
               de hormigón del edificio y que ordené a mis piernas que me sostuvieran, cosa
               que se negaron a hacer. Sencillamente me deslicé pared abajo hasta quedar

               sentado  en  el  asfalto.  Recuerdo  los  acordes  de  «Boom  Boom  Pow»,  de  los




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