Page 56 - La sangre manda
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—¿Qué hay en la bolsa, Craig? Tengo curiosidad.

                    Pensé  en  decírselo.  No  porque  creyera  que  la  sinceridad  es  la  mejor
               política o alguna de esas bobadas propias de un boy scout, sino porque ese
               otro  chico  me  había  asustado  y  mi  cabreo  era  considerable.  Y  (bien  podía
               admitirlo) porque contaba con la intervención de un adulto. De pronto pensé:

               ¿Cómo manejaría el señor Harrigan esta situación? ¿Se chivaría?
                    —El  resto  de  su  almuerzo  —respondí—.  Medio  bocadillo.  Me  ha
               preguntado si lo quería.
                    Si la señorita Hargensen hubiera cogido la bolsa y mirado dentro, los dos

               habríamos estado en un apuro, pero no lo hizo… pese a que seguro que lo
               sabía. Se limitó a decirnos que nos fuéramos a clase y se alejó acompañada
               del tableteo de sus zapatos de medio tacón aptos para el colegio.
                    Me  disponía  a  bajar  por  la  escalera  cuando  Kenny  Yanko  volvió  a

               agarrarme.
                    —Deberías habérmelas limpiado, novato.
                    Eso me cabreó aún más.
                    —Acabo de salvarte el culo. Deberías darme las gracias.

                    Él  se  sonrojó,  lo  cual,  con  todos  aquellos  volcanes  en  erupción  en  el
               rostro, no lo favoreció especialmente.
                    —Deberías  habérmelas  limpiado.  —Empezó  a  alejarse,  pero  se  volvió,
               todavía con la absurda bolsa de papel en la mano—. Y una mierda te voy a

               dar yo las gracias, novato. Una mierda bien grande para ti.
                    Al cabo de una semana, Kenny Yanko se las tuvo con el señor Arsenault,
               el profesor del taller de carpintería, y le lanzó una lijadora. Durante los dos
               años que Kenny llevaba en la escuela de secundaria de Gates Falls lo habían

               expulsado  temporalmente  nada  menos  que  tres  veces  —después  de  mi
               enfrentamiento  con  él  en  lo  alto  de  la  escalera,  me  enteré  de  que  era  una
               especie de leyenda—, y esa fue la gota que colmó el vaso. Lo expulsaron, y
               pensé que mis problemas con él habían terminado.





               Como la mayoría de los colegios de pueblo, la escuela de secundaria de Gates
               Falls tenía mucho apego a las tradiciones. Los Viernes de la Elegancia eran

               solo una de tantas. Estaba la de Llevarse el Botín (es decir, plantarse delante
               del IGA y pedir donativos para el Departamento de Bomberos), y la de Hacer
               la  Milla  (dar  veinte  vueltas  corriendo  en  el  gimnasio  durante  la  clase  de
               educación  física),  y  la  de  cantar  el  himno  del  colegio  en  las  asambleas

               mensuales.




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