Page 62 - La sangre manda
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Abalorios al viejo Philly Loubird, de Shiloh Church, y le lavó la boca con

               jabón, indiferente a sus promesas de que nunca volvería a decir algo así. Me
               contó las peleas —trifulcas, las llamó— en las que se enzarzaban casi todos
               los viernes por la noche en el RolloDrome de Auburn los chicos del instituto
               Lisbon y los del Edward Little, donde estudiaba mi padre. Me contó que un

               par de chicos mayores le quitaron el bañador en White’s Beach («Volví a casa
               envuelto  con  la  toalla»),  y  que  una  vez  un  chico  lo  persiguió  por  Carbine
               Street, en Castle Rock, con un bate de béisbol («Me acusaba de haberle hecho
               un chupetón a su hermana, cosa que no era verdad»).

                    En efecto, había sido joven en otro tiempo.




               Me sentía bien cuando subí a mi habitación, pero empezaba a pasárseme el

               efecto  del  Aleve  que  me  había  dado  la  señorita  Hargensen,  y  para  cuando
               acabé  de  desvestirme,  esa  sensación  de  bienestar  también  declinaba  ya.
               Estaba casi seguro de que Kenny Yanko no volvería a emprenderla conmigo,
               pero no del todo. ¿Y si sus amigos empezaban a darle la vara con el asunto

               del ojo a la virulé? ¿A burlarse de él por eso? ¿A reírse, incluso? ¿Y si Kenny
               se cabreaba y decidía que lo propio era un segundo asalto? Si eso ocurría,
               posiblemente  yo  no  conseguiría  asestar  siquiera  un  buen  golpe;  a  fin  de
               cuentas,  el  puñetazo  en  el  ojo  había  sido  por  sorpresa.  Podía  mandarme  al

               hospital o algo peor.
                    Me lavé la cara (con mucho cuidado), me cepillé los dientes, me metí en
               la cama, apagué la luz y me quedé allí inmóvil, reviviendo lo sucedido. El
               sobresalto  cuando  me  agarró  por  detrás  y  me  empujó  por  el  pasillo.  El

               puñetazo en el pecho. El puñetazo en la boca. Cuando pedí a mis piernas que
               me sostuvieran y las piernas me dijeron «quizá en otro momento».
                    Una  vez  a  oscuras,  la  idea  de  que  Kenny  no  había  zanjado  su  asunto
               conmigo  me  resultó  cada  vez  más  verosímil.  Lógica,  incluso,  tal  como  las

               cosas más disparatadas parecen lógicas cuando uno está solo y a oscuras.
                    Así pues, volví a encender la luz y telefoneé al señor Harrigan.
                    No esperaba oír su voz, solo quería hacer como si hablara con él. Lo que
               esperaba era silencio, o un mensaje grabado anunciándome que el número al

               que  llamaba  estaba  fuera  de  servicio.  Le  había  metido  el  teléfono  en  el
               bolsillo de la chaqueta del traje de difunto hacía tres meses, y las baterías de
               esos  primeros  iPhone  duraban  solo  doscientas  cincuenta  horas  incluso  en
               modo ahorro. Es decir, ese teléfono debía de estar tan muerto como él.







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