Page 66 - La sangre manda
P. 66

veces hasta que la voz del señor Harrigan llegó de nuevo a mi oído: «Ahora

               no atiendo el teléfono. Le devolveré la llamada si lo considero oportuno».
                    —Soy Craig, señor Harrigan.
                    Me sentía como un tonto por hablar con un muerto, uno que a esas alturas
               tendría ya moho en las mejillas (había hecho mis indagaciones, debo aclarar).

               Al  mismo  tiempo  no  me  sentía  como  un  tonto  en  absoluto.  Me  sentía
               asustado, como quien pisa tierra no consagrada.
                    —Oiga… —Me pasé la lengua por los labios—. No ha tenido usted nada
               que ver con la muerte de Kenny Yanko, ¿verdad? Si es que sí… hummm… dé

               un golpe en la pared.
                    Corté la llamada.
                    Esperé el golpe.
                    No llegó.

                    A la mañana siguiente tenía un mensaje de reypirata1. Solo seis letras: a
               a a. C C x.
                    Sin sentido.
                    Me llevé un susto de muerte.





               Ese otoño pensé mucho en Kenny Yanko (por entonces el rumor que corría
               era  que  se  había  caído  del  primer  piso  de  su  casa  cuando  intentaba  salir  a

               hurtadillas  en  plena  noche).  Pensé  aún  más  en  el  señor  Harrigan,  y  en  su
               teléfono,  que  lamentaba  no  haber  arrojado  al  lago  Castle.  Sentía  cierta
               fascinación, ¿me explico? La fascinación que sentimos todos ante las cosas
               extrañas. Las cosas prohibidas. En varias ocasiones estuve a punto de llamar

               al teléfono del señor Harrigan, pero no lo hice, al menos no entonces. Tiempo
               atrás su voz me resultaba tranquilizadora, la voz de la experiencia y el éxito,
               la voz, podría decirse, del abuelo que nunca había tenido. Ya no recordaba esa
               voz tal como era en nuestras tardes soleadas, cuando hablábamos de Charles

               Dickens o Frank Norris o D. H. Lawrence o de que internet era como una
               cañería rota. Solo recordaba la voz ronca del viejo, como papel de lija casi
               gastado,  que  me  decía  que  me  devolvería  la  llamada  si  lo  consideraba
               oportuno.  Y  lo  recordaba  en  su  ataúd.  El  empleado  de  la  funeraria  Hay  &

               Peabody  sin  duda  le  había  pegado  los  párpados,  pero  ¿cuánto  duraban  los
               efectos  de  ese  pegamento?  ¿Tenía  los  ojos  abiertos  allí  abajo  mientras  se
               pudrían en las cuencas? ¿Tenía la mirada fija en la oscuridad?
                    Me obsesionaba con esas cosas.







                                                       Página 66
   61   62   63   64   65   66   67   68   69   70   71